9 de octubre de 2015

Calabalumba

—La que lo parió, lo que me faltaba —dije, mientras me sobaba la cabeza—. El chofer del colectivo había frenado a lo bruto en el andén de la terminal de Cruz del Eje y le di un cabezazo a la ventanilla. En la terminal no se veía un alma, estaba todo cerrado. Podía ser por la siesta o por el calor que pasaba los 40 grados o por las dos cosas juntas o ¡qué sé yo y qué carajo me importa! Solo quiero llegar a mi casa, bañarme, cagar y dormir en mi cama, nada más. Harto me tiene este colectivo de mierda. Regresaba de las peores vacaciones de toda mi vida. Había decidido vivir una experiencia que “me abriera la mente”. Sí, entre comillas. Quería sentirme un liberado más de este siglo. Saber qué era eso de “fluir” y cómo era eso “dejarse llevar”. Compré una mochila, una bolsa de dormir, un par de libros y salí de mi casa con el objetivo puesto: “encontrarme conmigo mismo”. Probar a qué sabía la vida, allá, afuera de mi sistema de pasillos atestados de personas que no saben ni dónde están paradas, de abogados presumidos y funcionarios apunados entre los humos del doctor y los vicios del empleado público. Quería saber qué es la vida sin ascensores lentos, sin naranjitas patoteros, estar fuera de los conductos diarios de papeles, de corridas, de taxis y de frustraciones comunes. 
Fue la peor idea que tuve en mi vida.
No sé de dónde carajo saqué tanta pelotudez de “encontrarme” de “abrir la cabeza”, de “dejarme llevar” y bla, bla, bla. ¿De dónde coños habré sacado esta idea de que en la relomada del orto iba a encontrar algo? Seguro que fue por culpa del gallego de la oficina. Me hubiera ahorrado bastante viaje de porquería si no le hubiera dicho nada.
-Ve tú solo, chaval, siempre hay otros en el camino que te van acompañar. Y seguro que follas más que acá. —me dijo el gallego forro cuando lo invité a este viaje.
Al tercer día, solo, sin bañarme, con hambre, con sueño y perdido en un remotísimo pueblo en la loma del cachilo ahorcado, entendí que nada de esto me iba hacer encontrar conmigo, ni me iba hacer follar, ni nada. Gallego hijo de puta.
Es que no me deja de sorprender cómo te endulza la oreja cuando habla, todo azí, con zeta habla el chamuyero éste, que todo el año se la pasó contado sus historias de mochilero por la América del Sur. Las mujeres, las fiestas, los lugares increíbles, las aventuras de peligro extremo. Y en la oficina y en tribunales, todas las minas muertas con el farsante.
—Haz tu propia experiencia, tío —. Me contestaba el sorete este, cada vez que le preguntaba algo de sus relatos. Para mí, el gallegoculeao inventaba todo de tanto ver el Discovery. Pero el que es pavo es pavo, y siempre escucha lo que quiere escuchar. Sí: yo que nací y me crié en un departamento en el microcentro de la ciudad, que hice toda la primaria y la secundaria en transporte escolar en un colegio de curas, que trabajo de lunes a viernes en una oficina con aire, dispenser, internet, alfombra, secretaria y que nunca toqué un trapo de piso ni de casualidad… ¡¿qué se me viene a ocurrir encontrarme en la reconcha de la lora?! Lo único que encontré fueron mosquitos del tamaño de una paloma. ¿Cómo no se me ocurrió encontrarme en un all inclusive en Costa Rica? Un cuarto de media pensión era todo lo que le pedía a la vida para intentar “encontrarme”, pero brillé por mi ausencia.
La primera noche dormí en la plaza de un pueblo y me despertó un perro que me meó la mochila. A la mañana siguiente seguí buscando habitaciones disponibles y nada, otra vez se hizo de noche. Volví a la plaza. Esperaba que apareciera el perro para darle un palazo en la nuca, hasta que me quedé dormido en el banco. El perro no apareció en toda la noche pero despareció mi mochila. Sí, desperté, y ya no estaba. Resignado, acepté que todo era una clara señal de que me tenía que “encontrar” urgentemente conmigo, pero en mi casa, y antes de que sea tarde y detone el calzoncillo que llevo puesto. Así que decidí irme en el primer colectivo que saliera.
De regreso. Sentado del lado de la ventanilla, tragándome el polvo de pueblos olvidados sin haber encontrado ni mi sombra; esperando que el colectivero arranque y que ya no pare hasta mi casa. En la resignación absoluta, miraba el trazo de la sierra. Y lenta, pero hondamente, me iba cayendo en un pozo de sueño que ahogaba los ruidos y las luces. Me iba acomodando como podía en el asiento hasta que otra vez mi cabeza revotó contra el vidrio y ¡la reputísima madre que lo re mil parió!
CALABALUMBA, decía un cartel roído. CALABALUMBA, intenté repetir mentalmente para volver al sueño. CALABALUMBA, escuché que alguien pronunciaba. CALABALUMBA, escuché otra vez. La voz no venía de mi sueño sino de la realidad. Di media vuelta y me sorprendió. Estaba tan ensimismado que no había reparado cuando subió, ni mucho menos que se había sentado a mi lado. Parecía una escena de película.
—Voy a Capilla del Monte. Quiero conocer el Uritorco.
Una sonrisa brillante coronaba la última palabra. Tardé en contestar porque realmente era muy linda y me había puesto tímido como a los nueve años. Era linda a mi medida, linda como que a ningún otro hombre podría gustarle tanto como me gustaba a mí. Linda exclusiva. Me quedé repasando los detalles del momento: el sol le daba en la cara, el viento de la ventanilla le soplaba el pelo negro y fino descubriendo su frente blanca y exponiendo el arco sensual que iba desde el cuello hasta la cúspide redondeada de sus hombros. Tenía ojos grandes y azules. Muy azules.
—Sé que está en Capilla, pero no conozco el Uritorco—, contesté como un idiota por no saber y se me apareció la cara del gallegoculeao burlándose. Aunque hubo algo en mi expresión que la hizo sonreír, entonces sentí que una barrera se quebraba. Y el gallego ya no se burlaba.
—Me llamo Ana… —dijo con frescura y extendió la mano.
—Yo soy Rubén— y le devolví la mano, y ella se rió otra vez y yo sonreí por cortesía pero con desconfianza porque no sabía de qué se reía.
De a ratitos nos mirábamos sin decir nada. Ella volvió a sonreír. En realidad sonreía todo el tiempo. Detrás de cada palabra dibujaba una sonrisa.
Ana y yo conversamos de todo un poco. Le conté del fracaso de mis vacaciones y sobre mi trabajo y sobre lo que provocaba el gallego en las mujeres de la oficina. Ella interrumpía todo el tiempo con una pregunta. Era curiosa, como yo a los nueve años. Sobre su vida contó muy poco. Dijo que le gustaba el paisaje, el olor a tierra mojada, el otoño, la primavera, el invierno, la lluvia, la noche, la luna, el viento, el silencio, el verde amarronado de la sierra y el cielo. Solo hablaba de las cosas que le gustaban.
Yo seguía con atención cada palabra de lo que decía sin perder de vista el movimiento de los labios —cómo la chaparía ahora mismo—. A medida que el sol se borraba de su cara iba descubriendo más encantos de su belleza. Cada facción del rostro, el laberinto de la oreja y la curvatura del cuello que caía como un tobogán a las tetas. Me tenía poseído por el singular encanto que tenía, la ocasión del encuentro. Y las tetas. Le pregunté a qué iba al Uritorco y se quedó pensativa un instante. Parecía que había olvidado la respuesta o que la rebuscaba en algún lugar remoto. Me pareció gracioso, y se repetía cada vez que yo le preguntaba algo, ella se tildaba con una mirada esquiva y hermosa. 
—No sé, —respondió—. Hay tantas cosas que no sé. Yo creo en el presente, estoy donde tengo que estar y acá estoy, el destino viene por mí.
—El destino… —por dentro pensé que estaba fumada y que estaría bueno probar.
Entonces me miró a los ojos con toda sensualidad y yo me metí en los de ella como quien se mete en otra boca con un beso que termina en la cama. Hizo una pausa y mientras yo calculaba los movimientos de los labios, los segundos, la distancia, el envión y la lengua, dijo:
—Voy a contarte algo, Rubi: yo hablo con Dios.
—Con dios… —repetí atragantándome el beso.
En ese momento el grandísimo hijo de puta del chofer volvió a frenar como una bestia e interrumpió con un grito grotesco y fatal:
—Capiiia del Monteeeee... 
—Acá me bajo… —soltó con gracia.
Mis vacaciones habían sido una mierda. Pero el encuentro con Ana era absolutamente distinto. Era lo mejor que podía sucederme y empezaba a lamentarlo como nunca antes había lamentado algo. Ella se esfumaba en mis narices. No sé cuánto hablamos pero fue lo suficiente para olvidarme lo mal que la había pasado y “abrir la mente” a lo bien que podría pasarla si terminábamos enroscados en un telo o en un cerro o donde sea. Era más que todas mis expectativas descartadas. Era algo posible. Ana sonrió, y dijo:
—Rubén, no me voy a olvidar de vos. Ojalá encuentres lo que estás buscando y seas feliz. 
Se puso de pie y descendió rápido, sin mirar atrás.
Quedé helado. La magia perduraba pero iba a desvanecerse si no hacía algo inmediatamente. Ana me gustaba, me calentaba y estaba a un paso de no verla nunca más. Todas las barreras juntas se cayeron de golpe. Las aspas de un molino giraban en mi panza, arremolinando miles de ideas pelotudas que me hacían sentir un cagón, una sombra del gallego, pero… ¿y si ésta era la razón de mi viaje? ¿Y si era Ana la experiencia que quería vivir? ¿Y si en ella me había encontrado y me había enamorado? ¿Y si sus besos? ¿Y si sus tetas? De inmediato supe lo que tenía que hacer: evitar la peor de las barreras: salvarme del olvido. Me acerqué rápidamente al conductor y le pedí que se detuviera, le dije que me había dormido, pero no me creyó y le dije que no sea tan culiado y que me deje bajar.  Bajé y corrí hasta la terminal imaginando la sorpresa de ella al verme otra vez, seguro entendería por qué bajé: “…encontré lo que buscaba, sos vos., iba a decirle y, tarde o temprano nos echaríamos un polvo inolvidable.
Llegué agitado, observé dónde podía encontrarla, pensé que aún estaría por ahí, preguntando cómo llegar al cerro o esperando un taxi; pero en eso que intentaba encontrarla, de reflejo alcancé a ver una foto del periódico que me llamó la atención. Me acerqué y vi que era la foto de una mujer parecida a Ana. Una foto vieja de tres médicos en la puerta de un hospital. Me acerqué más a la foto hasta pegar la nariz contra el vidrio del kiosco de diarios. El diario local decía:
“La comunidad de Capilla del Monte recuerda con dolor y mucho respeto el aniversario del fatídico accidente de tránsito que ocurriera sobre la Ruta Nacional N° 38 a la altura del paraje Calabalumba, y que terminara con la vida de tres jóvenes médicos residentes, Antonio Pareras, Diego De Torres y Ana Solares. Cada vez son más las personas que se hacen devotos de estos médicos que, aseguran algunos, se aparecen a personas enfermas y las curan.”
La foto ocupaba la mitad de la plana y las dos Anas, la mía y la médica muerta, eran parecidas de verdad. Un frío angustioso me amenazó por la piel y después me ahorcó el estómago, necesitaba un baño urgente. Había escuchado cosas raras de Capilla del Monte: extraterrestres, ovnis, ciudades intraterrenas, y gente que caga una vez a la semana en la puerta de la iglesia para quitarse el bautismo, pero esto, es increíble: Calabalumba, el nombre de Ana que se repite, el parecido físico. Era una señal muy clara del destino: Ana es “la mujer” y Capilla es “el lugar”.
Un viejo linyera que tenía la barba como una virulana gastada me chistó por la espalda, lo miré y me miró. No era un linyera, era un artesano trucho con mezcla de curandero garca. Se reía a carcajadas. No tenía dientes. Cobraba cincuenta pesos a cambio de contactarse con los médicos y curarte cualquier enfermedad. La terminal empezó a llenarse de gente gritona, la mayoría eran porteños. Me desesperé, cada segundo que perdía era una distancia nueva que me alejaba de Ana. A los empujones me hice lugar y salí en su búsqueda. No podía estar muy lejos, fui a una esquina, corrí hasta la otra, entré en una pollería, salí, doblé la esquina… La vi. Ahí estaba. Era su espalada, su perfil, su pelo, su pose, su ropa. Estaba en la Techada y hablaba con alguien que estaba adentro de un negocio. Sentí que todo mi amor era su amor, no pensé nada más, corrí hasta ella, la tomé de la mano y la besé para siempre. Después de lo que duró esa eternidad abrí los ojos, los de ella seguían cerrados y en esa fugacidad en que pasa lo mejor de la vida alguien de adentro del negocio me clavó la mejor piña nunca antes vista. No alcancé ver nada hasta que me despertaron del piso unos turistas que insistían en llevarme al hospital. Por suerte Ana no estaba. Mano de piedra tampoco. Estaba solo, rodeado de desconocidos. Volví a la terminal, entré al baño, la nariz empezaba a taparme el ojo y la cara me latía en cada poro. Tenía los ojos llorosos y la vista aturdida. No pude cagar, tampoco mear. Me lavé la cara y salí del baño.
—Tomá, curame esta megabosta de vacaciones— le dije al viejo garca, mientras la terminal se volvía a llenar de porteños gritones.       


No hay comentarios: