20 de noviembre de 2014

Posdata

Mi primera carta por correo la recibí cuando tenía doce años. No podía entender porque, el cartero, aquel que siempre pasaba por la cuadra y con el cual, el único contacto que había tenido, era cuando le tirábamos la pelota para que nos devolviera un centro, estuviera en la puerta de mi casa preguntando por mi nombre y apellido. ¿Quién iba escribirme una carta? ¿Qué habría dentro del sobre? Tal vez algún billete ¿Qué diría la carta? Revisé minuciosamente antes de abrirla. Mi nombre estaba en tinta azul y con letra bonita. Puse el papel a contra luz, no parecía tener ningún billete. Olí el papel y no hallé ninguna pista. El remitente era de una tal Soledad Natalia Gómez. Qué iba a imaginar que ese era todo su nombre.  Por aquel entonces, todas las formas de llamarla se concentraban en Nati, una noviecita que vivía a tres cuadras de mi casa. Me había escrito para contarme que se había escapado de su familia. Fue una noticia tremenda. Algo desesperante salía de cada palabra, y de cada renglón un misterio acuciante me apretaba el estómago. No entendía nada. Cómo era posible que se haya escapado de su casa y que no la volvería a ver nunca más y, al mismo tiempo, estuviera ahí, conmigo, merendando. Le pregunté si ella era Soledad Natalia Gómez. Me dijo que sí, y cuando vio la carta en mis manos rompió en un llanto asfixiante. Tardó en calmarse, pero cuando lo hizo me explicó que el padrastro le había vuelto a dar una tunda de cintazos en el lomo y otro par a su mamá, —quiero matarlo—dijo entre lágrimas y mocos.

Había decidido irse para siempre y había decidido contármelo en una carta para que no intentara frenarla, pero no pudo abandonar a su madre. Se arrepintió y regresó sin que nadie se diera cuenta de que había salido para nunca más volver. Le juré que iba ir a cagar a trompadas al padrastro y que no volviera decir que nadie la quería porque no era así, yo la amaba. Nos abrazamos y nos hicimos uno.

Después no pasó nada, el hombre era policía y yo un mocoso agrandado. A la semana siguiente nos separamos. Yo quería tener mi primera vez y Nati buscaba alguien que se escapara con ella.

La experiencia del cartero me marcó hasta hoy: Imaginé el viaje completo, desde las manos de Nati a mis manos pasando por todas las manos que habían tocado el papel impregnándose del mensaje que había adentro. Se me ocurrió que cada mano tenía algo que ver. Cada uno había dejado y tomado algo de esa carta.

Aquel mes mandé cartas hasta quedarme sin una moneda. Treinta y seis cartas en total. La más importante se la mandé a Menem. Entre otras cosas, le dije que era un choto y que yo podría ser mejor presidente que él. Que mi viejo y la mayoría de los viejos de mis amigos la pasaban muy mal sin laburo.

Al mes siguiente, o por ahí cerquita, crucé el umbral de la estupidez y entré a la adolescencia, me hice muy pajero, Nati se mudó con su mamá, el padrastro se hizo alcohólico lo echaron de la policía y no volvió a salir de su casa hasta que lo encontraron colgado en la cocina; apareció el “mesinyer”, las comunicaciones se globalizaron y no volví a escribir más cartas salvo a noviecitas besuconas.

El barrio se fue al carajo y el cartero sigue llamando dos veces, bueno, depende que barrio, en algunos ni llama porque lo sacan a tiros y en otros no entran porque son barrios privados. A duras penas sobreviven algunas barriadas donde los carteros todavía conocen a los vecinos, a los nenes, las mascotas y los apellidos de soltera. Por ejemplo, por mi casa y por la casa del lado, y por la otra, pasa uno que camina con prisa y sin pausa como mormón nuevo, puerta por puerta va dejando una intimación de pago, un impuesto, una carta documento, una notificación judicial o un telegrama de despido… tipeadas en negrita y con la crueldad de los rojos me saludan atentamente.

El "último aviso" de la tarjeta me hizo recordar la carta de Nati. 

Ha pasado mucho de todo entre ayer y hoy, sin embargo el tiempo no me despega del abrazo ni me distancia de las ganas de encontrarla, de saberla, de contarle cosas como lo que le pasó a la Coly, que la atropelló un auto el mismo día que mi hermano tuvo un accidente de tránsito, aunque mi hermano zafó, la coly no. Que el Jacarandá sigue pintando el cielo de su patio, que cambiaron de lugar los bancos de la plaza y quitaron la canchita. Que me dejé la barba para camuflar las entradas y que su carta, hoy, me hace feliz.

Recibir una carta alegra, no hay dudas. Es hacerse presente en las manos de otro. Y escribir una carta es traer al otro al corazón de uno y presentarlo al frente. Una comunicación simbólica con un mensaje que va más allá del mensaje y de las palabras, escondido en la curvatura de las letras, entre los micros espacios que separan la tinta del papel. 

Cómo me gustaría volver a las cartas. Volvamos a las cartas.

P.D.: Todo esto me inspiró una idea: 

Quiero escribir cartas y que éstas puedan reenviarse. No hace falta conocernos (eso no es importante, pues ya nos conocemos todos), solo es necesario un nombre, una dirección postal y compartirnos una buena noticia.

¿Querés recibir una carta y luego reenviarla? Pasame tu nombre (verdadero o soñado) y una dirección (nada más) por acá: https://www.facebook.com/pensa.limon.1. Yo mando la primera.