3 de diciembre de 2017

De vuelta al papel: Volví a oler algo raro




Volví a oler algo raro es una selección de relatos elegidos para transmitir un puñado de experiencias que pueden resultar típicas de un lugar (Córdoba, Argentina), o de otro lugar o de varios lugares a la vez. Pero el lugar en sí no importa tanto como lo que llevamos puesto cuando entramos a ese lugar. Lo que viaja adentro es la esencia de todo espacio y se adelanta a la llegada. Lo que viaja adentro es lo que conecta y lo hace más allá de los límites de la imaginación, la distancia y de cualquier geografía. Este libro no funciona como un libro, es un lugar de encuentros donde cada relato tiene un secreto y cada secreto esconde una realidad que necesita ver la Luz de aquel que decidió entrar a donde ya llegó. Por eso fueron elegidos y para ello fueron publicados. Todo lo demás es cotillón. 




13 de julio de 2017

Pregunta

—Yo sé que Ud. no se anima a preguntar pero es mi obligación decírselo: sí, se puede morir, es muy probable que no tolere la operación…

Pasaron años en tres horas de hospital hasta que salió el cirujano y cuando salió no fueron necesarias las palabras porque todo estaba brutalmente demás.

El médico miró a la mujer, la mujer se tapó la nariz con la mano y ahogó la respiración junto con las lágrimas. Después miró a su hijo y le dijo que por fin papá había dejado de fumar y que se había a un lugar donde no le iba a doler nunca más nada.

El niño miró a la madre, pero no la quiso ver llorar y volteó la vista al piso, después preguntó entre labios:


—¿por qué no se fue antes si le iba a dejar de doler?   

7 de julio de 2017

Persecución

Él me gritó primero: “si manejás así vas a chocar todos los días, culiao”. Entonces yo le contesté: “con tu mamá me voy chocar todos los días”. La verdad es que nunca me imaginé que iba a empezar a seguirme como un energúmeno. Tampoco había visto que eran cuatro adentro del auto. Yo iba solo. Más vale que aceleré y me quise ir a la mierda. Creí que en dos cuadras iban a dejar de seguirme y hasta ahí me hacía gracia la situación, pero no. Me empecé a asustar cuando crucé la Colón en rojo porque si frenaba me alcanzaban. Casi levanto un par de peatones y por poco no le doy a un colectivo. Los tipos me seguían en un fiat 128 y casi me habían alcanzado, por la ventanilla uno sacó una pala y me amenazaba. Yo aceleré más, no me animaba a usar el celular para llamar a la policía porque tenía miedo de chocar, así que trababa de ver si cruzaba algún patrullo mientras intentaba perderlos de vista. Pero los hijos de puta me alcanzaron y me chocaron el paragolpe. Así que me olvidé de la policía y aceleré más, para cuando me di cuenta, ya me había perdido en Villa Páez. Doblé a la derecha, doblé de nuevo, doblé a la izquierda, vi la cancha de Belgrano y después me perdí. Las calles eran pasajes cortos y angostos hasta que metí en uno sin salida. Había un rastrojero abandonado y me estacioné detrás para esconderme. El auto que me seguía no aparecía, pensé que había zafado, pero después me di cuenta que si aparecían estaba al horno. Qué pelotudo, pensé. Tenía tanto miedo que no me di cuenta de llamar a la policía en ese momento. Ahora también me preocupaba el lugar, lo único que faltaba era que me asaltaran. Pasaron unos minutos, no sé cuánto, iba a bajar del auto y cuando bajé aparecieron, todavía no me habían visto le estaban preguntando a unos pendejitos que jugaban en la esquina si habían visto un auto blanco, sí, ahí está, y me señalaron. ¡Ahí está! ¡ahí está, es él! Escuché que empezaron a gritar y las puertas que se abrieron. No sé cómo hice pero corrí hasta el final de la calle que no habrán sido más de 20 metros, salté unas vallas de obra y empecé a caer y caer y caer hasta que sentí que mis pies, mis rodillas y hasta mi cintura se mojaban y quedaban empantanadas en un barro podrido. Lo primero que sentí fue el olor. Olía a pura caca. Después observé un pedazo de barro con forma de sorete y entré en pánico. Estaba enterrado en bosta. Empecé a gritar como una nena histérica. Los guasos del 128 rodearon la cloaca, no podían creer lo que veían, algunos hacían arcadas, otros decían que me lo merecía por cagón, al final, cuando me vieron llorar, se solidarizaron y con la pala me ayudaron a salir. El lugar se llenó de chismosos que me grababan con el celular. Unos vecinos del pasaje sacaron una manguera, trapos viejos y me dieron una mano para limpiarme. Cuando ya estaba casi limpio y había terminado todo el circo, se me acercó un gordo morocho con panza de embarazada y remera de Belgrano del año noventa y pico a decirme que me quería felicitar porque yo solo había hecho que los cuatro guasos que me querían pegar se fueran cagados en las patas.

6 de junio de 2017

Tentativa de macho (editado)



—Qué hace mamut, cómo andas?
Después de saludarme bajó el volumen del estero con el control remoto.
—Nada, Rano, acá ando…
—Mirá, le puse levanta cristales.
—Ve vo… que bueno, no? 
—Che, mamut, por qué tenés tanta cara de hemorroides, en qué andas hermano? 
Iba a decirle que no me pasaba nada pero ni ganas de mentir tenía. Además, el Rano es de esos amigos que la tienen clara en grandes cosas de la vida como la plomería, electricidad del automotor, hasta guitarrea en los asados.
El Rano a los once cuidaba autos en la puerta de una whiskería de Alta Córdoba y ahora que tiene cuarenta y pico, aunque parece de sesenta y cinco bien puestos, es dueño de la remisería del barrio. Con el 48 a primera hizo el salto. Siempre  decía que el muerto que hablaba  era él, por eso repetía al 48 hasta que la pegó y compró el primer autito. Un Renault 12 break rojo con gas, vidrios polarizados, tapizado símil cuero blanco y musiquero con control remoto. Un chiche impecable, hasta papeles al día tenía.  Así, el Rano, se convirtió pionero del remi trucho. “Por el cospel, de puerta a puerta” Era su eslogan.  No se cansaba de repetir que era su propio jefe y que organizaba el día como quería; los días de lluvia hacía la diferencia y los fines de semana las minas hacían cola para que las llevara al baile. Querías una piza, la traía. Querías comprar faso, te llevaba. El Rano siempre fue un audaz, lo único que le daba cagazo era que le vieran la próstata…    
—Mirá, Rano, vengo de mal en peor, nunca tuve tanta mala leche como ahora. Te acordas de la Yesica?
—La Yesica Yolanda?
—Sí, está embarazada de otro. Me lo contó y se fue de casa.
—¡Aa!, por ahí venía el tranvía. Bueno, gordo, mejor así, peor es que te salga gringo con ojos verdes y vayas por ahí diciendo que es tuyo, vamos, no te haga´ mala sangre que el pescado se pone rancio.
—Rano, miramé a los ojos, ´toy pasao´ en 100 kilos, soy más feo que pegarle a la madre, vos lo sabes, yo lo sé, todos lo saben ¿quién se va a fija´ en mí? 
—Bueno gordo, tampoco es que las chicas de acá se parecen a Xuxa, con alguna de tu estilo tenés que enganchar, es cuestión de que aprendás a venderte mejor, es una cuestión de altitud, sino miramé a mí, culiao, soy el mismo mono fiero de siempre pero hace cinco años que compro la Muy Interesante y cuando sube una mina al auto queda impactada con todo lo que le digo ¡hasta me invitan a sali´ a mí! Gordo, escuchamé bien, vos le podes ganar en chamuyo a cualquiera, y te lo digo de frente, a las minas no le importa que seas más feo que el cuco, lo que les importa es la facha y la facha se inventa. ¿Entendé?
El Rano fue hasta el auto y volvió con una tarjetita en la mano.  
—Chochán, hermano, acá tengo la solución. Al tipo de la tarjeta lo conocí en un viaje que le hice. Lo llevé hasta su casa en Villa Páez, vive al frente de la cancha de Belgrano.
—¿Quién lo juna?
—Se llama Krokodianga kurtiva, pero todo el mundo lo conoce como el Conde Braulio, es un negro alto y flaco que no sabes si camina o se desliza. Al principio asusta pero no pasa nada, es buen tipo.  Me di cuenta cuando lo dejé en la casa, la gente, ¡¡estaba haciendo cola para verlo!!
—¿Por qué hacían cola?
—Porque el negro es un chamán del amor, un gurú del éxito. La gente que estaba ahí venía de todos lados para verlo, había pasacalles de agradecimiento, flores, botellas de agua, de vino, como si fuera un santuario, de verdad gordo, hasta me enteré que un guaso le dejó una caja de ferne en la puerta porque le saco una brujería de encima, ¡imaginaté si debe ser poderoso para que le regalen una caja de ferne!. Tenés que ir a verlo ya.
—no sé, esas cosas de brujos nunca me gustaron, me da que son todos garcas, mejor no.
—Mirá, hermano, yo sé que no vas a creer, pero te voy a confesar la verdad, el negro me curó la próstata y no me tuvo que meter nada.  
Miré al Rano seriamente, decía la verdad.
—Vamos.
El Rano pasó el auto a nafta, clavó un CD del Toro Quevedo al palo y picamos a ver al conde. 
Unas veinte cuadras antes de llegar el auto levantó temperatura y casi sopló las juntas.
—Mamut, no seas cagón, andá nomás, yo me arreglo.
Nos despedimos como se despiden los machos, sin abrazo ni beso ni nada.   
Rano tenía razón, el negro era grandote. Me atendió con una túnica azul hasta los pies. No me animaba a mirarlo mucho, me daba miedo el bulto.
Estaba por empezar a contar todas mis desgraciadas pero el chamán me hizo señal de silencio. Tenía los dedos del tamaño de una poronga. El conde salió y me trajo una túnica blanca y en un español muy articulado me dijo:
—Tú, no decir nada, yo ocuparme de alma suya. Tú  poner bata y recostar aquí con ojos cerrados.   
Este guaso se lo empomó al rano, pensé con desconfianza.
—Cabeza poner hacia la ventana, sin zapatos, respirar sin miedo.
Una musiquita dormilona sonaba suave, empezaba a relajarme cuando oí
¡PLA – PLA!  ¡PLA – PLA!
El Conde había dado dos aplausos secos que me helaron el pecho, después empezó  a respirar como si cargará un gallo y con voz terrorífica empezó decir:
—A los siete unicornios divinos de la divinidad de lo divino vengan al alma de este hombre ahora y quiten las serpientes venenosas  
¡PLA - PLA!  ¡PLA – PLA!
Entra luz dorada por tus pies, sube luz por tobillos, rodillas, ingles, corazón, plexo solar y mente superior. 
El morocho me pasaba las manos a lo largo de mi cuerpo sin tocarme, podía sentir el calor que irradiaba de la palma al mismo tiempo que lo escuchaba respirar agitado como si estuviera corriendo.  
 
Otra vez silencio.
Yo con los ojos cerrados haciendo fuerza para no espiar y otra vez el chamán rompió el silencio para preguntar: 
—¿Me dar permiso para abrir tú campo magnético? 
No sabía a quién le hablaba, si lo hacía conmigo o con otros seres presentes, por las dudas, accedí con la cabeza. El insistió;
—¿debe decir si o no Sr.?
—Di, perdón, sí. 
Los nervios me traicionaban, lo único que me dejaba tranquilo era que estaba boca arriba y que por atrás no iba abrir nada, menos con esas manos.

En cuanto dije sí, sucedió lo increíble, todo cambió, todo se revolucionó. No sentía mis brazos ni los pies, sin embargo, sentía que mi torso se despegaba de la camilla, estaba levitando. Mis párpados ya no temblaban por espiar sino que se habían sellado por una fuerza que me cubría la cara, y al cabo de unos minutos, empecé a sentir un milagroso estado de paz absoluta que me quebró en un llanto desconsolado y liberador.
El gurú me indicó que me incorporara lentamente, yo sentía que no podía moverme. 
¡PLA - PLA!  ¡PLA - PLA!
—¡Levántate digo!  A tu Ser infinito le doy esta energía para que disponga de ella en un plan de luz violeta, remató, y el hechizo se rompió y pude abrir los ojos.
Cuando los abrí, el sahumerio que había prendido cuando entré era un montoncito de cenizas. 

Antes de irme, Krokodianga me dijo:
—Ahora tú vida ha cambiado para siempre, te llevas la energía de los siete unicornios  en el corazón para que enfrentes con valentía cualquier obstáculo que se presente en tu camino para el resto de los tiempos. Son $ 900.
Pagué y me invitó a retirarme.
Cuando crucé la puerta de la casa todavía estaba anestesiado, sentía que caminaba entre las nubes y el aire fresco que venía del Suquía amasaba mis pulmones.  Los últimos rayos de sol me caían en la cara como suaves caricias.
Caminaba por la costanera, el tráfico había enmudecido, veía los autos y la gente pero no oía más que el movimiento de mi propio andar.  Caminé y caminé sin noción del tiempo ni de la distancia hasta que dos chicos en una moto frenaron delante mío cuando cruzaba una esquina, entonces me di cuenta que algo estaba fuera de lugar, y era que los de la moto me estaban asaltando.
—¡dale gordito dale! ¡da da da no me hagas que te queme da da da porque sos boleta, dame la guita! Gritaban.
Los choros me miraban y yo los miraba… En ese momento pasó algo raro por mi cabeza, era la cara del Conde Braulio y los unicornios maravillosos que me decían “…te llevas la energía en el corazón para que enfrentes con valentía cualquier obstáculo que se presente en tu camino…”   de pronto, como nunca antes en mi vida, desde mis entrañas, subió irreprimible una fuerza feroz, brutal, y mientras los choros se me acercaban empecé a gritar y gritar y gritar, y grité tan fuerte que se me salían los ojos, los choros no podían entender que me estaba pasando, se miraban entre ellos y me miraban, yo los miraba y más le gritaba en sus propias caras, los choros se asustaron tanto que subieron a la moto y se dieron a la fuga sin llevarse nada.
Aquella tarde, en esa solitaria esquina, fui testigo de algo nunca visto, mi coraje. Orgulloso y pensativo, me oí decir: …y pensar que creí que el negro me había cagado 900 pesos…  




30 de mayo de 2017

Los invitados

Algo de europeo debo tener porque cada vez me caen peor las visitas sorpresas. Ayer tuve invitados que no esperaba. Por lo menos no los esperaba ayer. Cayeron cuando no estaba, así que apenas me avisaron tuve que salir del trabajo como si huyera de la interpol. Andar apurado es algo que me cae como el culo. Encima caen a fin de mes. Otra cosa que me cae como el culo, fin de mes. Seco como tostada de gluten. Abrís la heladera y lo único que ves es la lucecita.

Me cae como el culo tener que limpiar o acomodar mis cosas porque vienen visitas. Encima, Cintia no estaba, así que también tuve que ordenar las cosas de ella.

Laburo de lunes a sábado, eso es otra cosa que me cae como el culo. Laburar y limpiar son dos cosas que me demuestran que no pertenezco a la clase trabajadora sino que me la han impuesto.

Yo admiro a los que pueden cagar con la puerta abierta porque no tienen miedo a los invitados.

Los Ochoa, de al lado de casa, más que europeos deben ser nazis porque dicen que habría que matar a todos los invitados de mierda. También me caen como el culo los Ochoa.

Lo bueno de las visitas sorpresas es que se van rápido. Eso no me cae como el culo. Casi ni los ves. Dos o tres palabras y listo, se fueron.


Al final, lo bueno de tener tantas cosas que me caen como el culo, es que en un toque te olvidas de todo lo que se llevaron los invitados sorpresas.

22 de mayo de 2017

Dos niños

¿Qué es lo primero que hace un porteño cuando llega a las sierras? Grita. Grita como si un hubiera un millón de personas esperando oír lo que va a decir, y somos once con dos perros que estamos dispersos alrededor de la hoya del río haciendo la siesta. El porteño le grita a su esposa que está al lado: ¡vistes, que paisaje, vistes, boluda! Y la esposa que parece sorda mira el hilito de agua que corre por las piedras. Ya no se escucha el río, ni los pájaros ni nada, solo al porteño gritando que el agua está fría. La gente se mira, algunos empiezan a levantar sus cosas. La esposa parece acostumbrada a los gritos, está como ausente con su teléfono celular y ve a su marido como un retardado. Perdón, el que lo ve así soy yo, que dormía la siesta hasta que escuché gritar al porteño: ¡sacame una foto acá, no, mejor acá, dale, otra más! Grita como si estuviera al otro lado del dique San Roque pero está a dos miserables metros de su esposa. No entiendo porque grita. El porteño hace dos pasos en el agua y parece que no va a sobrevivir, tiene los pies finitos y un panzón blanco de protector solar que no puede controlar, da ternura, pero vuelve a gritar: ¡usá el zoom usá el zoom, boluda, es el botonshito del costado!  No se da cuenta, que la esposa sigue ahí, a dos metros. Creo que necesita cariño. Grita porque quiere que todos veamos, que todos sepamos que él está ahí, y que se porta bien, como si fuera un niño con miedo a que lo reten. Parece que busca consuelo que le calme el miedo que esconde a su propia insignificancia. Entonces vuelve a gritar: ¡vistes que está lleno de pescaditos, vistes!  Ahora el que da ternura y necesita un abrazo fuerte soy yo. Porque ya no puedo esconder la angustia y la bronca que me da escuchar sus gritos. Un lagrimón se me quiere salir, igual que a un niño cuando le quitan su juguete culpa de otro que se portó mal, uno porteño gritón y miedoso, que no me va a dejar dormir la siesta en el medio del campo.   

27 de abril de 2017

Sin peros en la lengua -editado-

Nunca aprendí a romper el hielo sin hacerlo trizas. Dos palabras. Tengo cáncer.
Sí, un bajón. Hace más o menos un mes, me lo decía el doctor. Bueno, en realidad dijo mucho más que esas dos palabras, que, para ser exacto, ni las uso. No me dijo: “todo indica que Usted tiene cáncer” o “Usted tiene cáncer de…” No, no me dijo así, dijo que quería hacerme más pruebas… más estudios… resonancias… que todavía no es seguro del todo… que puede no ser tan grave… que estamos a tiempo de hacer mucho por mí… que no me asuste… que si tenía obra social, que si no, que pito que flauta, hasta que por fin llegó a donde quería llegar, todas sus palabras conducían a una sola palabra y, después de todo lo que había escuchado, dijo: “pero… parece que tiene cáncer…”
Al pero, la verdad ya lo esperaba. Me hizo acordar a mis primeros doce cumpleaños, siempre esperaba una bicicleta, pero me regalaban calzoncillos. Es así, uno va creciendo y va aprendiendo adivinar la llegada de los peros. El pero es eso, una vaselina para la desilusión.
Las personas dicen pero para todo “pero esto; pero aquello; sí, pero; pero pará; pero por; pero pausa, pero, pero y pero…” No es que yo sea odioso, es que el pero es un vicio y siempre me cayó como el culo
El asunto es que si el médico fuera kiosquero y le hubiera pedido una caja de forros extrafinos, y él me hubiera dicho “bueno, pero sólo me quedan saborizados”, mirá: vaya y pase. Sin embargo, acá, la cuestión es otra, él sabe, yo no, y me dice que no tema, pero… y después me dice que estamos a tiempo de hacer algo por mí, pero… entonces, cuando lo escuché decir pero, por dentro sentí que me levantaban de las patillas. Me había indignado con el tipo éste, obviamente, se dio cuenta porque me pidió tranquilidad. Dijo que sabía cómo me sentía… que me entendía. Aunque yo no había abierto la boca él se había puesto más nervioso que yo, todo porque pensó que era por eso del cáncer. Eso me enojó de verdad, porque el médico me tuvo más de una hora hablándome de la historia de la medicina, el avance y la mar en coche, me explicó la mutación de la enfermedad y las células que no sé qué cosa les pasaba a las células, para terminar con un puto pero y, además ¡cree que estoy nervioso por el cáncer!, cuando en realidad estoy así porque pienso que es un pelotudo.
En fin, en el momento no le dije nada, dejé que terminara, en realidad, no veía la hora de salir del consultorio. Quería caminar, eso quería hacer, caminar mucho y despejarme de todo, porque en el fondo, reconozco que un poquito me jodía eso de tener cáncer. Porque si lo tenía, lo tenía, no había muchas vueltas que darle, qué sé yo. Lo primero que se me vino a la cabeza era que me iba a quedar pelado. Sí, lo admito. Me pareció un poco tonto pensar en eso porque la verdad que por herencia antes de ir al médico ya se me había empezado a caer el pelo. Así que igual me iba a quedar pelado… no sé, una boludez la tiene cualquiera. Después sí, me empezó a caer la ficha. La pelada natural no es la misma que la del cáncer, porque los de cáncer siempre usan pañuelos, tal vez lo aconsejan los médicos, y por eso los pelados naturales no usan nada, no sé, todo esto es muy raro… Y encima, el médico, atrás del escritorio, que me mira con esos anteojitos finitos y ese peinadito tan engominado que se hizo, ¡A que está cuarenta minutos en el espejo!...
-Bueno… ya me tengo que ir… -dije- El doctor quedó sorprendido, claro como no le pregunté nada quedó así como me quedo yo mirando al chofer del colectivo que pasa y no para. Igual, para no ser mal educado, le expliqué que se me hacía tarde, que tenía partido de la liga y si ganamos clasificamos a la semifinal. Así que nada, me levanté, lo saludé, y le dije que iba hablarlo con mi señora que cualquier cosa le avisaba qué hacía, sí, así, como si me hubiera ofrecido un plan de ahorro para comprar un auto.
Se le cayó la cara y eso le pasa por usar peros.
Mi equipo se llama Los Bordolinos y jugamos la clasificación contra los Media Res. Fue un partidazo. Dejamos todo lo que había que dejar en la cancha, aunque perdimos por penales… qué le vamos hacer, los penales son así, una lotería, son para cualquiera… la cagada fue que yo erré el penal, perdimos porque yo pateé mal y esto sí que me va a costar mucho olvidarlo, capaz que el cáncer me llegue a la médula o a la coronilla y yo siga pensando en este partido. Cuando vi que la pelota se iba por arriba del travesaño, se me enfrió el pecho y algo de mí se enfermaba para siempre, caí de rodillas, clavado en la puerta del área, sobre el punto del penal. Los del otro equipo pasaban corriendo al lado mío para alborotarse sobre el arquero, festejando que pasaban a la semifinal.
De mi equipo no se acercó ninguno. Nadie dijo nada, sólo eran miradas inquisidoras que hablaban por sí mismas: “siamo fuori”, decían; “ya está, quedamos afuera, a llorar al campito”, mientras, yo seguía ahí de rodillas, como rezando. Quería llorar y no me salía, quería gritar, sabía que era un campeonato de barrio, nada más, que no era el fin del mundo para nadie, además, habíamos perdido por penales, pero cómo duele perder, entonces me oí, acaba de decir pero, y el pero me hizo acordar al médico y estuve seguro de que él tuvo algo que ver con que yo errara el penal porque nunca antes en mi vida había errado un penal y, ahora, que supuestamente tengo cáncer, vengo y erró el penal y perdemos la clasificación y me emocioné y lloré y lloré de cara al piso, preguntándome sin consuelo ¿¡por qué yo!? Y grité: ¡Dios! ¿!Por qué me elegiste para errar el penal!?
Cuando me calmé, no quedaba nadie en la cancha, todos se habían ido tomar cerveza al frente. El más solidario de mis compañeros me llamaba para que fuera. Sin embargo, no tenía moral para ir a otro lado que no fuera a mi casa. Me fui de la cancha sin saludar a nadie. Mi único consuelo me esperaba en mi hogar. Laura, mi gorda bella. Ella sí sabe hacer que todo pase, que nada sea tan grave…
Camino a casa me acordé de amigos míos que tenían conocidos que tenían un amigo que tenían un pariente con cáncer. También me acordé de las películas que había visto, donde el cáncer y los médicos eran protagonistas y los enfermos se morían como héroes porque les enseñaban el lado bueno de la vida a alguien que los amaba pero que no quería vivir, y yo que me cansé de retar a mi negra porque hacía un mar de lágrimas con esas películas hediondas, ahora, cuando se entere de lo mío, se va a deshidratar llorando y, de repente, vino la palabra mágica: QUIMIOTERAPIA. La vieja y famosa “quimio”. Aunque no tenía ni idea de lo que era, me imaginaba que no podía ser más peligroso que ir a la cancha a ver Unión San Vicente - Bella Vista en la cancha de Unión. Intenté consolarme pensando que al menos un par de días de carpeta en el trabajo me iban a venir bien, aunque en el fondo, mi verdadero problema era que no podía olvidar de ese condenado penal me recago en el cáncer… Lo único que me falta es llegar y que mi gorda esté con otro. En ese momento me detuve. No, eso no es posible -me dije en voz alta- ella no me lo haría nunca, tengo que bajar un cambio, con estas cosas no se jode, cualquier cáncer menos los cuernos, no, mi negra no… Si me escucha decir esto me mata. Y seguí caminando, hablando solo.
Tengo cáncer. Qué difícil escucharlo, ¡qué difícil es creerlo! Capaz que el médico tenga razón y no sea exactamente cáncer… Por las dudas, no vuelvo más al Doctor. Punto. Se acabó. De esto no se habla más. Todas mis ideas vuelvan a sus lugares que el terremoto ya pasó. ¡Me siento bien, me siento vivo! Chau médico. A partir de hoy voy a ser otro. Compré un buen vino y los alfajorcitos de maicena que le gustan a mi gordi. Ya me imaginaba: voy a entrar como de novela, lleno de sorpresas. No había semáforo que me frenara para sorprender a mi mujer, la iba a besar hasta derretirla… Llegué a casa y me asusté cuando abrí la puerta porque estaba sin llave. Me apuré a ver si había pasado algo y fui rápido a la cocina. Casi me muero cuando lo vi: el médico con mi esposa, en la cocina de mi casa, nuestra casa, llevaban más de un café conversando.
A ella, que no le cuesta nada llorar, al verme rompió en un llanto insoportable. Corrió hasta mí para colgarse como un candado.
Yo quedé inmóvil.
Entre mi desconcierto y su desconsuelo, lo primero que pensé era que me llevaban al quirófano. Empezaba a enojarme, no quería hacerlo. Mientras tanto, ella lloraba y no paraba de llenarme el cuello de mocos. Al cabo de un instante y sin decir una palabra, la separé de mí con precisión. Luego, me bastó con disparar una mirada para que mi mujer se diera cuenta de que iba a explotar; en ese momento le pidió al médico que se fuera.
-Seguro lo llamará mañana -le dijo.
Éste se puso de pie, acercó la silla a la mesa, bien correctito como había sido en el consultorio y se fue sin mirarme.
Por primera vez, sin saber bien de qué se trataba, sentí que algo entre ella y yo cambiaba para siempre.
-¿No pensabas contarme nada? -preguntó mi esposa.
-No, ya casi me olvidaba.
-Hablemos.
Ella me miro, depositó sus ojos en mi dolor. Ella hace que todo lo malo pase y que nada sea tan grave, y antes de contestar se me hizo un nudo en la garganta que me ahorcaba, entonces bajé la mirada y con un hilito de voz dije:
-Erré el último penal– y me abracé a ella tan fuerte que casi no respiraba y lloré como nunca antes lo había hecho.