27 de marzo de 2012

El ojo del Tuerto.


Allá, por principio de los noventa, en el silencio de una siesta cordobesa…

No recuerdo bien, ¿Fue sábado o día de semana? Me parece que fue un sábado, porque mis padres estaban en casa honrando la sagrada siesta.  Era una tarde de calor abrazador, como solían decir “no andan ni las iguanas”  En casa,  era sacrilegio interrumpir la siesta.   Estaba totalmente prohibido, hacer el mínimo ruido mientras se dormía.  Cualquier cosa que perturbara la siesta, era merecedora de un severo chancletazo, más una penitencia que podía ser: no salir a calle, no usar el family, o lo peor de lo peor: dormir la siesta con ellos.

Molestar en la siesta era peor que una mala nota en la escuela, tanto así, que con mi hermano más chico, no podíamos hacer otra cosa que jugar a los muditos, hasta que, más temprano que tarde, el juego terminaba con una pelea, y los dos en penitencia. Un clásico de la siesta.

Entre mis amigos, el que más prohibiciones tenía era Yo.  Si no era por la siesta, era por las notas del colegio, pero siempre había un motivo para el “No”.  Lo confieso: ¡Envidiaba a mis amigos! Siempre estaban en la calle, no importaba el día ni la hora, como si no tuvieran casa; Yo, sólo quería estar dar vueltas afuera, en la calle.  Ser libre. 

Mis amigos, sabían de mis restricciones, pero eso, nunca fue impedimento.  Nada es imposible a esa edad, todo es cuestión de valientes y  planes secretos. 

Aquella tarde,  mis amigos, vinieron a rescatarme de la siesta.  Conocían los horarios.  Con destreza inaudita no aprendida en la escuela, saltaban más medio metro de altura, y se colgaban de la reja de la ventana de mi cuarto, espiaban, y una vez que comprobaban que no había peligro suavemente golpeaban el vidrio hasta que los oía y me asomaba.  A veces pasaban más de una hora y media golpeando la ventana, y Yo no me enteraba hasta que ya no les importaba nada, y empezaban gritar desde la vereda. 

Que gracia me da recordarlos ahí sentados, en el cordón de la vereda, aburridos, matando el tiempo con una piedra, o comiendo las moras de la vecina.  No había más preocupaciones que no saber que hacer, y en la calle siempre hay algo para hacer.

Volviendo a esa tarde, recuerdo ese deseo incontrolable de querer salir que me quemaba por dentro.  Me superaba la idea de estar con mis amigos vagando por ahí.   Estaba en mi cuarto, esperando que aparecieran ellos y escuché, antes que golpearan la ventana, la risa de uno, salté de la cama a la ventana como un gato, y cuando me vieron no entendían mi rostro ni mis ojos saltones, me saludaron y fue suficiente para hacer lo que no debía hacer.  Les pedí que me esperaran en la esquina para que no hicieran ruido, y cuando bajé de la ventana, en la puerta del dormitorio, estaba firme mi hermanito.  Había escuchado toda la conversación y estaba tan dispuesto como Yo a salir.  Lo noté en su mirada, estaba preparado para extorsionarme si era necesario.

-Voy con vos.  Dijo.
-NO.  Contesté por reflejo.

Ninguno de los dos desvió la mirada, el enfrentamiento era a duelo. Silencio. Miradas. Desafío.

De golpe, el pendejo gritó: ¡PAPA! y me jodió.

Su intención era clara.  Si no venía conmigo, no salía ninguno, pues  estaba dispuesto a acusarme, y Yo no  podía correr el riesgo, así que acepté:

-Bueno. Pero vas hacer todo lo que yo te diga y no vas hablar con ninguno de mis amigos.

Todavía no comprendo que quise decir con esto.  Pero quedó claro que no me ganaba tan fácilmente.  

Él, levantó los hombros, ni me miró y dijo indiferente:

-Bueno.

En puntas de pies cruzamos la cocina hasta llegar a la puerta del patio.  Atravesamos el galpón, y por el enrejado del gallinero subimos al techo como, gatos.  Pasamos la cornisa con cuidado para que no retumbaran nuestros pasos, y por el poste del  alumbrado público nos deslizamos hacía la libertad.

Por la manera en que mi hermano descendió por ese poste, me convencí que el enano ya se había fugado varias veces.  Pero solo lo pensé, era mi hermano menor y no era conveniente para mi reputación que él tuviera más andanzas que yo.

-Vamos, dije.
-¿A dónde vamos?
-Nos vamos al río.

Sus ojos se encendieron de emoción.

-¡Vamos! Remató con entusiasmo.

El río Suquía.  El Suquía atraviesa la ciudad de norte a sur, es un río bonito, excepto cuando su lecho franquea mi barrio que se convierte en un verdadero basural.  Igualmente nos fascinaba caminar por ese estercolero donde tanto tesoros habíamos descubiertos. Por la costanera de tierra, largamos a andar.

Mi hermano caminaba siempre un paso detrás de nosotros, no hablaba con ninguno de mis amigos, como si viviera su propia aventura sin nosotros. Fue entonces, después de caminar un par de cuadras que Lucas, el más ciruja y callejero del grupo propuso: ¿Nos metemos al río?

Confieso que la idea no me gustó.  El río estaba muy sucio y crecido, tampoco podíamos esperar a que la ropa se nos secara para regresar a casa, porque ya estarían despiertos mis padres, y mientras aún, especulaba en mi cabeza todas estas objeciones, mis amigos, incluido mi hermano, ya se habían descalzado y quitado la ropa que escondían entre la maleza para que una vez en el agua, nadie se las robara. 
La verdad, que fue divertido.  Entre chapotazos y chistes, perdimos la noción del tiempo y del lugar.  Jugando a desafiarnos fuimos adentrándonos en el río.   

Lucas, se me acercó en complicidad para que saliéramos del agua y  escondiéramos la ropa a los otros dos como broma.  Salimos rápido para no dar ventajas y desde arriba del barranco, justo cuando nos disponíamos a cometer nuestro propósito, vi a mi hermano hundirse de repente, sus ojos se abrieron enormes y se le pusieron rojos de desesperación,  se ahogaba, tenía la boca abierta y se desesperaba aún más, sus brazos revolvían el agua, se hundía y salía y se volvía a hundir;  Cacho que había quedado en el agua con mi hermano, estiró su mano y trató de sujetarlo, pero el pánico de mi hermano hizo hundirlo a él también.  Ahora, se ahogaban los dos.  En el fondo del río se abrió repentinamente un Ojo de Buey que los sorbía hacia abajo, tragándolos con la fuerza de la corriente que había formado un molino de agua con manga en un pozo de barro.  La corriente del agua los enredaba con algas, lodo y basura que traía el río.  Lucas y yo, no podíamos movernos, estábamos paralizados y mi hermano y un amigo se ahogaban en nuestras narices.  El mundo se oscureció, y el tiempo se paralizó, sólo podía oír a mi hermano que intentaba gritar, y nosotros seguíamos paralizados.  De repente, los arbustos que nos rodeaban se movían con fuerza, pensé en el viento, en un huracán, pero no distinguía nada, estaba atónito sin otro registro de lo que pasaba a mi alrededor que no fuera el rostro de ellos.  De golpe,  alguien descendió por el barranco, corrió por detrás nuestro y se zambullo en el agua, volvimos nuestras miradas hacía donde habíamos oído el salto, y en el agua apareció un sujeto que en un abrir y cerrar de ojos, rescató a mi hermano a y mi amigo.  Un instante después, los arrimó a la orilla.  

Con Lucas lo ayudamos a que salieran del agua, mi hermano con la respiración entrecortada no para de llorar; Cacho se acostó boca arriba para calmar su agitación.  El salvador de la tarde, casi de espalada a nosotros, nos dijo:   

-Pendejos, si no tienen más cuidado con los ojos de buey, la próxima no la cuentan.  Luego de eso se fue. 

Sí. Se fue.  Después de arriesgar su vida, y de salvar la de dos extraños sin pensar en nada, salió del río, se quitó unas algas de la ropa, y se fue.  No hubo dudas, no hizo preguntas.  No espero reconocimientos ni recompensas.  Hizo lo que sintió que tenía que hacer, y sin mirar atrás, se fue.  Pero antes de que se marchara, distinguí algo en su cara que me llamó mucho la atención, aunque no pude ver bien que era, pero jamás olvidé esa expresión.

Nosotros, buscamos nuestras ropas y también nos fuimos.  Mi hermano y yo pudimos regresar sin que nuestros padres se dieran cuenta de nada.

Ninguno volvió hablar de lo que pasó, implícitamente hicimos un pacto de silencio que hoy rompo sin temor a faltar a mi palabra.

Aquél hombre que salvó la vida de mi hermano y la de mi amigo, no era anónimo, por el contrario, era un famoso delincuente de la barriada, al que siempre era preferible perderlo que encontrarlo.  Lo único que Yo sabía de él, además de algunas de las muchas historias criminales que le adjudicaban las viejas del barrio, era que le decían “el Tuerto” porque había perdido un ojo en un enfrentamiento con la policía y desde entonces, usa un ojo de cristal.  El Tuerto no era menos que una leyenda viva.

Un mes después de aquella tarde, tal vez un poco más, una noche cualquiera, en el centro de la ciudad, fue asaltada una conocida joyería, hubo persecución y tiros, y también periodistas.  El barrio se conmocionó, y en la panadería, y en la gomería, en la carnicería y en la peluquería, todos hablaban de lo mismo, el robo de la joyería.  En los medios informaban:   El malhechor al ver frustrado su plan delictivo habría intentado darse a la fuga abriendo fuego contra el personal policial que lo perseguía, resultando el malviviente abatido por el accionar policial.  Un tal “Tuerto” había muerto.

Entonces recordé aquella expresión que tanto me llamó la atención en su cara, lo recordé a la perfección, como si fuera una revelación, y supe, que ahora, en las aguas del río Suquía, descansa en paz, el ojo del tuerto.

15 de marzo de 2012

La indiferencia de los próximos.





-¿Qué recuerdo me pregunta? No quiero recordar, estoy muy cansado, me duele la boca y casi no puedo pronunciar una palabra sin agitarme.
-Haga un esfuerzo Sr. Ud. y nosotros necesitamos saber lo que pasó.
-Voy a intentar, pero no me interrumpa, me siento muy frágil y repasar lo que viví me va a quebrar.   

Me acuerdo que era jueves, cerca de las 9 de la mañana. Ingresé por la guardia principal, pasé los controles con normalidad y llegué a la recepción.  Ahí, me registró el oficial de turno, dejé mi credencial, el teléfono y las llaves en la caja,  después pedí que anunciaran al interno González, y el guardia autorizó mi acceso:
          
           -Adelante.
           -Gracias.

CLAK CLAK-  las cerraduras eléctricas abren la puerta -CLAK CLAK- se cierran

            -¿Escuchó alguna vez el sonido de esas cerraduras?
-No quería interrumpirlo Sr.
-Es un sonido seco, álgido, como escuchar un disparo cerca de los oídos, hace eco en los pasillos y en la cabeza.  Dicen los más viejos que ese ruido tan huérfano, por las noches se convierte en el despertador de las pesadillas.  Pero supongo que no vino a interrogarme para saber esto ¿cierto?  Seguro que tampoco le interesa saber a que huele el encierro ¿no? o ¿la libertad humedecida en el olvido?
 –Sr. aunque no venga al caso, igualmente, todo lo que quiera contar me interesa. Continue por favor. 
-Recuerdo los espejitos que espían, los murmullos en el silencio. Recuerdo a los próximos
cerca de la entrada. 
-¿Quiénes son los “próximos”?
-¿Sabe que en la cárcel, se olvidan hasta los nombres de las personas?  Los próximos son los reos de buena conducta, que ya cumplieron la mayor parte de su condena y que van a recuperar la libertad, por eso le dicen así, son los próximos.  Tienen beneficios que otros internos no tienen, como trabajar en mantenimiento, se ocupan de la limpieza, cocinan.  Los próximos, en general, siempre están de buen humor,  saludan a cualquiera que pase cerca de ellos, hacen chistes, preguntan como esta el día afuera y esas cosas.  Pero aquella mañana, hubo algo raro, no saludaron, ni siquiera movieron sus cabezas para ver quien entraba cuando escucharon las cerraduras.
-¿En ese momento no sospechó nada?
-Le dije que no me interrumpa. 
-Disculpe, continúe por favor.
-También es cierto que dentro de las cárceles no hay situaciones normales, así que no le di mayor importancia.  No.  No sospeché nada en ese momento.  Caminé hasta los locutorios.  Los tres estaban vacíos, así que elegí el menos sucio.  Pasaron diez minutos y mi cliente no aparecía, empezaba a aburrirme la espera, había leído todas las leyendas y observado la forma que tienen las manchas de humedad en la pared, hasta que sin querer, noté a través del vidrio que separa el preso de su abogado, que podía ver el puesto de vigilancia más importante del Módulo, y advertí que el oficial no estaba.  Me alarmé al no verlo, sabía que eso no podía suceder.  Ese punto de control no se queda sin guardia, ni se descuida un instante, bajo ningún motivo ni pretexto.  Desde allí, se tiene el dominio y el control de todos los movimientos internos.  Inmediatamente salí del locutorio al pasillo central, quedé perplejo, los próximos no estaban y en el suelo, quedaron desparramadas las escobas partidas por la mitad.  No supe que hacer, no podía reaccionar, no pensaba en nada;  El hedor que trajó una corriente de aire frío me descompusó y tuve la necesidad de orinar.  Escuché las cerraduras eléctricas y pensé que eran agentes del servicio que venían a sacarme de ahí, pero aparecieron ellos, un malón de presos amotinados que corrían hacia mí, gritando, golpeando palos y fierros contra las paredes, corrían en ropa interior otros en cuero, pero todos con el rostro cubierto, desesperados,  y en un abrir y cerrar de ojos, uno de ellos me golpeó de lleno en la mandíbula con algo parecido a un martillo y me tumbó.  Me daban patadas por todas partes otros me pisaban los testículos y la cara; entre dos o más, me arrastraron de los pelos por el suelo del corredor hasta la puerta N° 1 del pabellón, me levantaron y con la corbata me ataron a la reja.  Los escuchaba insultar, los sentía escupirme, se excitaban de verme sufrir y pedían más dolor, los borbotones de sangre no me dejaban abrir un ojo, y el calor me asfixiaba.  Pero hubo instante preciso, donde todo se transformó en silencio, el dolor y el miedo aliviaron por un segundo mi cuerpo, y fue en ese segundo, cuando, entre el montón, vi al que iba a quitarme la vida.  Lo reconocí por sus ojos, en él vi más allá de todo, donde habita el vacío.  Su cuerpo era negro, fibroso, delgado,  sucio tenía la piel llena de cicatrices.  Sacó de la cintura una punta de metal, la exhibía demostrando el poder que tenía ante el resto, levantó su mano, concentró en ella toda su fuerza y la enterró en la puerta del estómago seis veces o más.  El dolor reapareció como una explosión.  Los amotinados seguían gritando como si estuvieran poseídos por el mal. De repente, se volvieron sobre sus pasos, se marcharon a la farmacia de la unidad.  Me dejaron colgado de mi corbata, escuchando el repique de la sangre que goteaba bajo mis pies.
  Mis ojos se cerraban solos, no quería dormir, pero no tenía fuerzas para sostenerlos abiertos.  Cuando pensé que me dormía en la eternidad, una imagen se encendió en mi cabeza como un sueño, brillaba como un ángel.  La imagen se hizo nítida, primero vi los ojos, después su cara completa, me miraba serena, profunda, era mi mujer, y estaba más hermosa que nunca.  Con un suspiro entendí, que por sus ojos amé su ser y que nunca nadie me amó, como ella me ve. Solté una mueca, un intento de sonrisa, de beso, entonces, entendí que todo valió la pena. Después, no hubo más dolor.
No recuerdo cuando desperté ni desde cuando estoy respondiendo sus preguntas, pero sigo muy cansando, me duele todo el cuerpo, si no le molesta, déjeme solo...

7 de marzo de 2012

Dos que se buscan.






Él, con sus cincuenta y tantos, casi abraza su retiro.  Ella, que apenas rozaba los cuarenta, acaricia el tiempo para que no avance.

Él trabaja en el depósito del Correo. Es Encargado de Área, pero no tiene empleados a cargo.  Su función es pegar un código de barras en las piezas que llegan del extranjero.  Un día, vio en sus manos un sobre que venía de Sri Lanka y lo invadió la curiosidad.  Averiguó que se trataba de una isla  pequeña y paradisiaca que se encontraba en el océano Índico, debajo de la India.  Desde entonces, pasa horas soñando que un día descubre una isla, su isla soñada.  

Ella, hace poco que se instaló en la ciudad de Él.  Tiene un trabajo nuevo, igual a todos los trabajos que tuvo siempre, pero nuevo.  Y se ha mudado tantas veces, que nunca supo lo que se sentía recibir una carta. Soñaba con tener un trabajo nuevo, pero distinto. 

Ni el uno ni el otro, imaginan siquiera, la existencia de un encuentro que está por llegar.   Son dos almas solitarias que boyan en un mismo mar, sólo entre ellas, puede darse este encuentro.
 
Él, vive cómodo y ordenado en la soledad de su viudez, pero triste. Piensa que para él, solo hay soledad y vacío.  Ella, que desde niña había conocido el rechazo y la negación del cariño, no conoce la ternura y la calidez de una compañía, por supervivencia se hizo huraña. 

Los dos comparten, sin saberlo, una mirada daltónica del paso del tiempo.  Son como el caminante en el desierto, que marcha sin notar que su cantimplora pierde, y a cada paso, como cada día, es una gota de agua que cae en la arena y no vuelve.

En el trabajo de Él, seguro y bien remunerado, también clasificaba encomiendas y otras cajas, algunas agonizantes, según la ironía de su pensamiento cuando leía: “CUIDADO – FRAGIL”.  De vez en cuando, se permitía algún gusto, pero como se sabe, los solitarios no tienen deseos de ningún gusto, y rara vez se lo veía estrenado una prenda o un perfume.  En cambio Ella, en su trabajo veía el paso fugaz y ligero de personas anónimas.  Por su oficio inseguro, pero mejor remunerado que el de él, cuanto lujo pudiera darse, se lo concedía, especialmente si trataba de cremas, zapatos o perfumes.  

La rutina de cada uno, por monótona y pesada que fuera, es el anclaje a la realidad que viven, y cualquier principio de cambio implica un riesgo que no van a correr.  Ambos, están inextricablemente unidos por un sentimiento secreto, escondido en un corazón lleno de grietas donde ha enquistado la melancolía y la nostalgia.  Pero el destino es fatal y forzará un súbito encuentro. 

Una de esas noches donde la soledad desespera, él, inconciliable con la misericordia del sueño y en la oscuridad de su cuarto aturdido por su conciencia, premeditó que al día siguiente, al terminar el trabajo, no volvería a su casa. 

El día siguiente llegó. Y hecho una maraña de nervios, sobrevivió a su trabajo hasta el último minuto de la jornada.

Hasta aquí, el destino sigue jugando sin que nadie pueda ver las cartas.  Dos historias se desandan por carriles separados; dos vidas descompaginadas entre ellas, transitan paralelamente un mismo tiempo.

Después del trabajo se largó por los caminos del arrabal.  Las copas pierden a cualquiera.  Lleva su mareo a cuestas, y totalmente decidido, cruzó la esquina que lo separaba del último bar del callejón, un tugurio de pocas mesas y menos clientes con luces rojas y azules que dan cuerpo al humo de los fumadores.  Acercándose lentamente, sorteando algunas sillas fuera de lugar, llegó hasta la silueta acordelada de Ella que estaba sentada sobre un taburete exhibiendo sus largas piernas en la esquina de la barra.  Se miraron y fue suficiente.  En la lengua muda de los encuentros pactaron irse cómplices, sospechosos.

Aquella noche, en la intimidad de algún habitáculo, el instinto se activó por la fuerza de la costumbre.  Cuando Ella comenzó a quitarse la ropa como si fuera la primera vez que lo hacía, Él, le pidió que no lo hiciera, la miró, y le dijo que la necesitaba, y la necesitaba con urgencia.  Ella escuchó, observó y la emoción le invadió los ojos, entonces él se acercó y le tocó las manos con cariño.

Aquella noche, él no estuvo solo y Ella no le cobró.