…Ya me sonaba raro que el Roco no buscara la comida.
-Roco, Roco, Roco.
Lo llamé varias veces, y nada.
-Roco, Roco, Roco.
Salí al patio a buscarlo. Ahí lo encontré al desgraciado. En el fondo, a la sombra del limonero.
-Roco! a comer. Vamos! -Grité enojado, pero tampoco hizo caso. El sin vergüenza, no me llevaba el apunte.
Ya
me había hecho enojar en serio. Me fui a buscarlo, en el trayecto levanté la manguera para asustarlo y cuando
estaba sobre El, no lo
pude creer, el susto, me lo llevé yo.
–Nooo! ¿Qué hiciste roco? Grité cuando lo vi. -Te voy a matar roco!
El
desgraciado tenía, entre sus patas y el hocico, al Pepe, y, por el
cogote un collar de plumas amarillas que habían sido del canario; de un
manguerazo en el lomo lo levanté del suelo.
-¡Pobre Pepe desplumado!
-¿Qué
hago ahora con el pepe? ¿Cómo se lo explico a la Pocha? Se muere si lo
ve así, la viejita se muere o me mata a mí y al roco juntos. Ésta, sí
que no me lo perdona...
El Pepe era el canario de la
vecina, "la Pocha", la más vieja del barrio y también la más querida y
respetada. La Pocha amaba ese canarito de mierda, que todas las mañanas
se encargaba de despertarme. Lo amaba por dos motivos -supongo yo- Uno,
porque era su única compañía en la casa; dos, porque fue lo único que su
finado marido no perdió en la timba. Era devoción de la Pocha por ese
canario del orto, si me veía en la calle, me frenaba para contarme algo
del pepe, si me veía en la carnicería también: “canta con tanta alegría,
me llena el alma el pepe” “canta porque es un agradecido a la vida el
pepe” -como si no supiera como canta el puto pajarito- si todos los
días a las siete de la mañana ya estaba rompiendo los huevos. Pero en
fin, nada justificaba tanta desgracia. Pobre Pocha…
El roco, me miraba de lejos, se daba cuenta que ésta vez había metido la pata hasta el cogote.
–Cuando
la Pocha se entere lo que hiciste con el pepe, te va a envenenar la
comida, ya vas a ver roco. Decía mientras
juntaba las plumas del suelo. -¿Qué voy hacer? Entre los limones y las plumas no
dejaba de preguntarme. -No le puedo decir que el roco se lo morfó, no,
no puedo hacer eso, mucho espanto para la pobre vieja. Tampoco podía no
hacer nada la pocha era capaz de salir a buscarlo por el barrio y no
parar hasta encontrarlo. No soportaría verla
llenar el barrio de afiches con la foto del canario, seguro que me
pediría ayuda, menos lo soportaría.
Pensaba y pensaba.
El
sol de la siesta derretía el alquitrán de las calles. Yo sabía que la
pocha dormía siesta hasta las cinco; entonces se me ocurrió, me iluminé
de repente, como si se me hubiera caído un limón en la cabeza: agarré
al Pepe y le quité la tierra que se le había pegado en el pellejo por
la saliva del roco, lo limpié bien y lo armé como se podía. Clavé casi
todas las plumitas donde iban, con La gotita y por último, le acomodé
los ojitos a presión.
Ahora, por
lo menos, parece que lo mató el corazón y no que se lo morfó el roco. Envolví el canario en
la remera que llevaba puesta y cruce al patio de la pocha.
La
medianera entre las dos casas estaba incompleta, un par de alambres
flojos separaban el fondo de los dos patios. Con cuidado de no ensuciar
los camisones que colgaban en la soga, llegué hasta el enorme jacarandá
donde colgaba la jaula del pepe. Silenciosamente, con el corazón en la
boca, lo deje adentro y me fui.
Cinco y media de la
tarde: ¡haaa! ¡haaa! –Era la Pocha y el grito más desesperado que jamás
había escuchado. Agudo, desagarrado desde las entrañas. Un gritó que oyó y
atrajo a todos los vecinos de la cuadra.
-¡ay el pepe, ay el pepe! Pobre el pepe. Que Dios me lo guarde y lo tenga en la gloria…
Mi
madre -que se pasaba las tardes enteras tejiendo en el comedor- cuando
escuchó tremendo llanto, saltó de la silla y salió corriendo al patio,
con las agujas en las manos y con la lana por detrás enredándose entre
los pies, cruzó los alambres como nunca imaginé que mi mamá
podía hacerlo.
Yo, que sí sabía porque
gritaba la vecina, esperé unos minutos para ir. Cuando llegué, la pocha
estaba sentada y seguía llorando. Mi madre la ventilaba con un diario
tratando de calmarla y le decía: -es normal, todos los pájaros se mueren
y van al cielo, además el pepe, de lo viejito que estaba ya casi no
cantaba –que no va a cantar pensaba yo, si me despertaba todos los días- Entonces, con
un hilito de voz entrecortada, secándose los mocos con un pañuelito de
papel, la pocha, comenzó a explicar algo:
-Es que vos no entendés, Susi...
-Esta
mañana, cuando salí a colgar la ropa, vi que el pepe se había muerto,
entonces lo enterré cerca de los alambres, y ahora, cuando iba a
descolgar la ropa, el pepe apareció!
es-ta-ba-a-den-tro-de-la-jau-la.
La pocha, volvió a romper en un llanto desconsolado y mi madre también…