27 de abril de 2017

Sin peros en la lengua -editado-

Nunca aprendí a romper el hielo sin hacerlo trizas. Dos palabras. Tengo cáncer.
Sí, un bajón. Hace más o menos un mes, me lo decía el doctor. Bueno, en realidad dijo mucho más que esas dos palabras, que, para ser exacto, ni las uso. No me dijo: “todo indica que Usted tiene cáncer” o “Usted tiene cáncer de…” No, no me dijo así, dijo que quería hacerme más pruebas… más estudios… resonancias… que todavía no es seguro del todo… que puede no ser tan grave… que estamos a tiempo de hacer mucho por mí… que no me asuste… que si tenía obra social, que si no, que pito que flauta, hasta que por fin llegó a donde quería llegar, todas sus palabras conducían a una sola palabra y, después de todo lo que había escuchado, dijo: “pero… parece que tiene cáncer…”
Al pero, la verdad ya lo esperaba. Me hizo acordar a mis primeros doce cumpleaños, siempre esperaba una bicicleta, pero me regalaban calzoncillos. Es así, uno va creciendo y va aprendiendo adivinar la llegada de los peros. El pero es eso, una vaselina para la desilusión.
Las personas dicen pero para todo “pero esto; pero aquello; sí, pero; pero pará; pero por; pero pausa, pero, pero y pero…” No es que yo sea odioso, es que el pero es un vicio y siempre me cayó como el culo
El asunto es que si el médico fuera kiosquero y le hubiera pedido una caja de forros extrafinos, y él me hubiera dicho “bueno, pero sólo me quedan saborizados”, mirá: vaya y pase. Sin embargo, acá, la cuestión es otra, él sabe, yo no, y me dice que no tema, pero… y después me dice que estamos a tiempo de hacer algo por mí, pero… entonces, cuando lo escuché decir pero, por dentro sentí que me levantaban de las patillas. Me había indignado con el tipo éste, obviamente, se dio cuenta porque me pidió tranquilidad. Dijo que sabía cómo me sentía… que me entendía. Aunque yo no había abierto la boca él se había puesto más nervioso que yo, todo porque pensó que era por eso del cáncer. Eso me enojó de verdad, porque el médico me tuvo más de una hora hablándome de la historia de la medicina, el avance y la mar en coche, me explicó la mutación de la enfermedad y las células que no sé qué cosa les pasaba a las células, para terminar con un puto pero y, además ¡cree que estoy nervioso por el cáncer!, cuando en realidad estoy así porque pienso que es un pelotudo.
En fin, en el momento no le dije nada, dejé que terminara, en realidad, no veía la hora de salir del consultorio. Quería caminar, eso quería hacer, caminar mucho y despejarme de todo, porque en el fondo, reconozco que un poquito me jodía eso de tener cáncer. Porque si lo tenía, lo tenía, no había muchas vueltas que darle, qué sé yo. Lo primero que se me vino a la cabeza era que me iba a quedar pelado. Sí, lo admito. Me pareció un poco tonto pensar en eso porque la verdad que por herencia antes de ir al médico ya se me había empezado a caer el pelo. Así que igual me iba a quedar pelado… no sé, una boludez la tiene cualquiera. Después sí, me empezó a caer la ficha. La pelada natural no es la misma que la del cáncer, porque los de cáncer siempre usan pañuelos, tal vez lo aconsejan los médicos, y por eso los pelados naturales no usan nada, no sé, todo esto es muy raro… Y encima, el médico, atrás del escritorio, que me mira con esos anteojitos finitos y ese peinadito tan engominado que se hizo, ¡A que está cuarenta minutos en el espejo!...
-Bueno… ya me tengo que ir… -dije- El doctor quedó sorprendido, claro como no le pregunté nada quedó así como me quedo yo mirando al chofer del colectivo que pasa y no para. Igual, para no ser mal educado, le expliqué que se me hacía tarde, que tenía partido de la liga y si ganamos clasificamos a la semifinal. Así que nada, me levanté, lo saludé, y le dije que iba hablarlo con mi señora que cualquier cosa le avisaba qué hacía, sí, así, como si me hubiera ofrecido un plan de ahorro para comprar un auto.
Se le cayó la cara y eso le pasa por usar peros.
Mi equipo se llama Los Bordolinos y jugamos la clasificación contra los Media Res. Fue un partidazo. Dejamos todo lo que había que dejar en la cancha, aunque perdimos por penales… qué le vamos hacer, los penales son así, una lotería, son para cualquiera… la cagada fue que yo erré el penal, perdimos porque yo pateé mal y esto sí que me va a costar mucho olvidarlo, capaz que el cáncer me llegue a la médula o a la coronilla y yo siga pensando en este partido. Cuando vi que la pelota se iba por arriba del travesaño, se me enfrió el pecho y algo de mí se enfermaba para siempre, caí de rodillas, clavado en la puerta del área, sobre el punto del penal. Los del otro equipo pasaban corriendo al lado mío para alborotarse sobre el arquero, festejando que pasaban a la semifinal.
De mi equipo no se acercó ninguno. Nadie dijo nada, sólo eran miradas inquisidoras que hablaban por sí mismas: “siamo fuori”, decían; “ya está, quedamos afuera, a llorar al campito”, mientras, yo seguía ahí de rodillas, como rezando. Quería llorar y no me salía, quería gritar, sabía que era un campeonato de barrio, nada más, que no era el fin del mundo para nadie, además, habíamos perdido por penales, pero cómo duele perder, entonces me oí, acaba de decir pero, y el pero me hizo acordar al médico y estuve seguro de que él tuvo algo que ver con que yo errara el penal porque nunca antes en mi vida había errado un penal y, ahora, que supuestamente tengo cáncer, vengo y erró el penal y perdemos la clasificación y me emocioné y lloré y lloré de cara al piso, preguntándome sin consuelo ¿¡por qué yo!? Y grité: ¡Dios! ¿!Por qué me elegiste para errar el penal!?
Cuando me calmé, no quedaba nadie en la cancha, todos se habían ido tomar cerveza al frente. El más solidario de mis compañeros me llamaba para que fuera. Sin embargo, no tenía moral para ir a otro lado que no fuera a mi casa. Me fui de la cancha sin saludar a nadie. Mi único consuelo me esperaba en mi hogar. Laura, mi gorda bella. Ella sí sabe hacer que todo pase, que nada sea tan grave…
Camino a casa me acordé de amigos míos que tenían conocidos que tenían un amigo que tenían un pariente con cáncer. También me acordé de las películas que había visto, donde el cáncer y los médicos eran protagonistas y los enfermos se morían como héroes porque les enseñaban el lado bueno de la vida a alguien que los amaba pero que no quería vivir, y yo que me cansé de retar a mi negra porque hacía un mar de lágrimas con esas películas hediondas, ahora, cuando se entere de lo mío, se va a deshidratar llorando y, de repente, vino la palabra mágica: QUIMIOTERAPIA. La vieja y famosa “quimio”. Aunque no tenía ni idea de lo que era, me imaginaba que no podía ser más peligroso que ir a la cancha a ver Unión San Vicente - Bella Vista en la cancha de Unión. Intenté consolarme pensando que al menos un par de días de carpeta en el trabajo me iban a venir bien, aunque en el fondo, mi verdadero problema era que no podía olvidar de ese condenado penal me recago en el cáncer… Lo único que me falta es llegar y que mi gorda esté con otro. En ese momento me detuve. No, eso no es posible -me dije en voz alta- ella no me lo haría nunca, tengo que bajar un cambio, con estas cosas no se jode, cualquier cáncer menos los cuernos, no, mi negra no… Si me escucha decir esto me mata. Y seguí caminando, hablando solo.
Tengo cáncer. Qué difícil escucharlo, ¡qué difícil es creerlo! Capaz que el médico tenga razón y no sea exactamente cáncer… Por las dudas, no vuelvo más al Doctor. Punto. Se acabó. De esto no se habla más. Todas mis ideas vuelvan a sus lugares que el terremoto ya pasó. ¡Me siento bien, me siento vivo! Chau médico. A partir de hoy voy a ser otro. Compré un buen vino y los alfajorcitos de maicena que le gustan a mi gordi. Ya me imaginaba: voy a entrar como de novela, lleno de sorpresas. No había semáforo que me frenara para sorprender a mi mujer, la iba a besar hasta derretirla… Llegué a casa y me asusté cuando abrí la puerta porque estaba sin llave. Me apuré a ver si había pasado algo y fui rápido a la cocina. Casi me muero cuando lo vi: el médico con mi esposa, en la cocina de mi casa, nuestra casa, llevaban más de un café conversando.
A ella, que no le cuesta nada llorar, al verme rompió en un llanto insoportable. Corrió hasta mí para colgarse como un candado.
Yo quedé inmóvil.
Entre mi desconcierto y su desconsuelo, lo primero que pensé era que me llevaban al quirófano. Empezaba a enojarme, no quería hacerlo. Mientras tanto, ella lloraba y no paraba de llenarme el cuello de mocos. Al cabo de un instante y sin decir una palabra, la separé de mí con precisión. Luego, me bastó con disparar una mirada para que mi mujer se diera cuenta de que iba a explotar; en ese momento le pidió al médico que se fuera.
-Seguro lo llamará mañana -le dijo.
Éste se puso de pie, acercó la silla a la mesa, bien correctito como había sido en el consultorio y se fue sin mirarme.
Por primera vez, sin saber bien de qué se trataba, sentí que algo entre ella y yo cambiaba para siempre.
-¿No pensabas contarme nada? -preguntó mi esposa.
-No, ya casi me olvidaba.
-Hablemos.
Ella me miro, depositó sus ojos en mi dolor. Ella hace que todo lo malo pase y que nada sea tan grave, y antes de contestar se me hizo un nudo en la garganta que me ahorcaba, entonces bajé la mirada y con un hilito de voz dije:
-Erré el último penal– y me abracé a ella tan fuerte que casi no respiraba y lloré como nunca antes lo había hecho.