29 de noviembre de 2015

Un buen tipo


Cuando mi viejo llegó a casa eran como las nueve y media de la noche. Como siempre, llegó molido por el trabajo, pero esa vez traía en la cara la angustia que le había dejado la reunión con la maestra y la directora de la escuela. La cena pasó tibia y muda, solo habló la televisión. Apenas terminamos de cenar me sentó en la mesa del comedor y de su maletín sacó dos cuadernos Rivadavia de 24 hojas, una regla y un lápiz nuevo de esos que tiene gomita arriba; no lo olvidé más. El lápiz decía: Profesional L N° 4. Se habían hecho casi las doce de la noche y mi viejo estaba por enseñarme caligrafía como si fuera un arte marcial. Con la regla me hizo dividir los renglones al medio y él escribió la primera oración en cursiva perfecta:

—No voy a pelear nunca más.

La consigna era aprender a escribir sin pasarme ni por arriba ni por debajo de las líneas del renglón, marcando el punto, el tilde, cerrando bien cada curva de las letras. Todo un arte. También comprendía no olvidarme que una pelea más y me echaban de la escuela y que me ganaba la paliza de mi vida si eso pasaba. Escribí. Y lo hice bien, por lo menos hasta que los dos nos quedamos dormidos en la mesa.

Aquella noche, mi viejo despertó algo en mí que nunca más volvió apagarse. Aunque no fue precisamente un camino de paz, porque después seguí a las piñas una docena de veces.
Fue la íntima experiencia de libertad que sentí al presionar el lápiz sobre el papel, fue el concepto y la idea, la hora y mi viejo, la escuela y la vida. Fue la línea y la curva que ordenaba mi cabeza y la obediencia de la mano. Era la ventana y el paisaje que sólo yo podía ver.

Así fue que hasta el día de hoy, veinte y pico de años después sigo practicando la caligrafía como un arte marcial en mis cuadernos Rivadavia, dividiendo los renglones donde escribo en cursiva perfecta:

—Es un buen tipo mi viejo.


(texto actualizado al corazón)