6 de junio de 2017

Tentativa de macho (editado)



—Qué hace mamut, cómo andas?
Después de saludarme bajó el volumen del estero con el control remoto.
—Nada, Rano, acá ando…
—Mirá, le puse levanta cristales.
—Ve vo… que bueno, no? 
—Che, mamut, por qué tenés tanta cara de hemorroides, en qué andas hermano? 
Iba a decirle que no me pasaba nada pero ni ganas de mentir tenía. Además, el Rano es de esos amigos que la tienen clara en grandes cosas de la vida como la plomería, electricidad del automotor, hasta guitarrea en los asados.
El Rano a los once cuidaba autos en la puerta de una whiskería de Alta Córdoba y ahora que tiene cuarenta y pico, aunque parece de sesenta y cinco bien puestos, es dueño de la remisería del barrio. Con el 48 a primera hizo el salto. Siempre  decía que el muerto que hablaba  era él, por eso repetía al 48 hasta que la pegó y compró el primer autito. Un Renault 12 break rojo con gas, vidrios polarizados, tapizado símil cuero blanco y musiquero con control remoto. Un chiche impecable, hasta papeles al día tenía.  Así, el Rano, se convirtió pionero del remi trucho. “Por el cospel, de puerta a puerta” Era su eslogan.  No se cansaba de repetir que era su propio jefe y que organizaba el día como quería; los días de lluvia hacía la diferencia y los fines de semana las minas hacían cola para que las llevara al baile. Querías una piza, la traía. Querías comprar faso, te llevaba. El Rano siempre fue un audaz, lo único que le daba cagazo era que le vieran la próstata…    
—Mirá, Rano, vengo de mal en peor, nunca tuve tanta mala leche como ahora. Te acordas de la Yesica?
—La Yesica Yolanda?
—Sí, está embarazada de otro. Me lo contó y se fue de casa.
—¡Aa!, por ahí venía el tranvía. Bueno, gordo, mejor así, peor es que te salga gringo con ojos verdes y vayas por ahí diciendo que es tuyo, vamos, no te haga´ mala sangre que el pescado se pone rancio.
—Rano, miramé a los ojos, ´toy pasao´ en 100 kilos, soy más feo que pegarle a la madre, vos lo sabes, yo lo sé, todos lo saben ¿quién se va a fija´ en mí? 
—Bueno gordo, tampoco es que las chicas de acá se parecen a Xuxa, con alguna de tu estilo tenés que enganchar, es cuestión de que aprendás a venderte mejor, es una cuestión de altitud, sino miramé a mí, culiao, soy el mismo mono fiero de siempre pero hace cinco años que compro la Muy Interesante y cuando sube una mina al auto queda impactada con todo lo que le digo ¡hasta me invitan a sali´ a mí! Gordo, escuchamé bien, vos le podes ganar en chamuyo a cualquiera, y te lo digo de frente, a las minas no le importa que seas más feo que el cuco, lo que les importa es la facha y la facha se inventa. ¿Entendé?
El Rano fue hasta el auto y volvió con una tarjetita en la mano.  
—Chochán, hermano, acá tengo la solución. Al tipo de la tarjeta lo conocí en un viaje que le hice. Lo llevé hasta su casa en Villa Páez, vive al frente de la cancha de Belgrano.
—¿Quién lo juna?
—Se llama Krokodianga kurtiva, pero todo el mundo lo conoce como el Conde Braulio, es un negro alto y flaco que no sabes si camina o se desliza. Al principio asusta pero no pasa nada, es buen tipo.  Me di cuenta cuando lo dejé en la casa, la gente, ¡¡estaba haciendo cola para verlo!!
—¿Por qué hacían cola?
—Porque el negro es un chamán del amor, un gurú del éxito. La gente que estaba ahí venía de todos lados para verlo, había pasacalles de agradecimiento, flores, botellas de agua, de vino, como si fuera un santuario, de verdad gordo, hasta me enteré que un guaso le dejó una caja de ferne en la puerta porque le saco una brujería de encima, ¡imaginaté si debe ser poderoso para que le regalen una caja de ferne!. Tenés que ir a verlo ya.
—no sé, esas cosas de brujos nunca me gustaron, me da que son todos garcas, mejor no.
—Mirá, hermano, yo sé que no vas a creer, pero te voy a confesar la verdad, el negro me curó la próstata y no me tuvo que meter nada.  
Miré al Rano seriamente, decía la verdad.
—Vamos.
El Rano pasó el auto a nafta, clavó un CD del Toro Quevedo al palo y picamos a ver al conde. 
Unas veinte cuadras antes de llegar el auto levantó temperatura y casi sopló las juntas.
—Mamut, no seas cagón, andá nomás, yo me arreglo.
Nos despedimos como se despiden los machos, sin abrazo ni beso ni nada.   
Rano tenía razón, el negro era grandote. Me atendió con una túnica azul hasta los pies. No me animaba a mirarlo mucho, me daba miedo el bulto.
Estaba por empezar a contar todas mis desgraciadas pero el chamán me hizo señal de silencio. Tenía los dedos del tamaño de una poronga. El conde salió y me trajo una túnica blanca y en un español muy articulado me dijo:
—Tú, no decir nada, yo ocuparme de alma suya. Tú  poner bata y recostar aquí con ojos cerrados.   
Este guaso se lo empomó al rano, pensé con desconfianza.
—Cabeza poner hacia la ventana, sin zapatos, respirar sin miedo.
Una musiquita dormilona sonaba suave, empezaba a relajarme cuando oí
¡PLA – PLA!  ¡PLA – PLA!
El Conde había dado dos aplausos secos que me helaron el pecho, después empezó  a respirar como si cargará un gallo y con voz terrorífica empezó decir:
—A los siete unicornios divinos de la divinidad de lo divino vengan al alma de este hombre ahora y quiten las serpientes venenosas  
¡PLA - PLA!  ¡PLA – PLA!
Entra luz dorada por tus pies, sube luz por tobillos, rodillas, ingles, corazón, plexo solar y mente superior. 
El morocho me pasaba las manos a lo largo de mi cuerpo sin tocarme, podía sentir el calor que irradiaba de la palma al mismo tiempo que lo escuchaba respirar agitado como si estuviera corriendo.  
 
Otra vez silencio.
Yo con los ojos cerrados haciendo fuerza para no espiar y otra vez el chamán rompió el silencio para preguntar: 
—¿Me dar permiso para abrir tú campo magnético? 
No sabía a quién le hablaba, si lo hacía conmigo o con otros seres presentes, por las dudas, accedí con la cabeza. El insistió;
—¿debe decir si o no Sr.?
—Di, perdón, sí. 
Los nervios me traicionaban, lo único que me dejaba tranquilo era que estaba boca arriba y que por atrás no iba abrir nada, menos con esas manos.

En cuanto dije sí, sucedió lo increíble, todo cambió, todo se revolucionó. No sentía mis brazos ni los pies, sin embargo, sentía que mi torso se despegaba de la camilla, estaba levitando. Mis párpados ya no temblaban por espiar sino que se habían sellado por una fuerza que me cubría la cara, y al cabo de unos minutos, empecé a sentir un milagroso estado de paz absoluta que me quebró en un llanto desconsolado y liberador.
El gurú me indicó que me incorporara lentamente, yo sentía que no podía moverme. 
¡PLA - PLA!  ¡PLA - PLA!
—¡Levántate digo!  A tu Ser infinito le doy esta energía para que disponga de ella en un plan de luz violeta, remató, y el hechizo se rompió y pude abrir los ojos.
Cuando los abrí, el sahumerio que había prendido cuando entré era un montoncito de cenizas. 

Antes de irme, Krokodianga me dijo:
—Ahora tú vida ha cambiado para siempre, te llevas la energía de los siete unicornios  en el corazón para que enfrentes con valentía cualquier obstáculo que se presente en tu camino para el resto de los tiempos. Son $ 900.
Pagué y me invitó a retirarme.
Cuando crucé la puerta de la casa todavía estaba anestesiado, sentía que caminaba entre las nubes y el aire fresco que venía del Suquía amasaba mis pulmones.  Los últimos rayos de sol me caían en la cara como suaves caricias.
Caminaba por la costanera, el tráfico había enmudecido, veía los autos y la gente pero no oía más que el movimiento de mi propio andar.  Caminé y caminé sin noción del tiempo ni de la distancia hasta que dos chicos en una moto frenaron delante mío cuando cruzaba una esquina, entonces me di cuenta que algo estaba fuera de lugar, y era que los de la moto me estaban asaltando.
—¡dale gordito dale! ¡da da da no me hagas que te queme da da da porque sos boleta, dame la guita! Gritaban.
Los choros me miraban y yo los miraba… En ese momento pasó algo raro por mi cabeza, era la cara del Conde Braulio y los unicornios maravillosos que me decían “…te llevas la energía en el corazón para que enfrentes con valentía cualquier obstáculo que se presente en tu camino…”   de pronto, como nunca antes en mi vida, desde mis entrañas, subió irreprimible una fuerza feroz, brutal, y mientras los choros se me acercaban empecé a gritar y gritar y gritar, y grité tan fuerte que se me salían los ojos, los choros no podían entender que me estaba pasando, se miraban entre ellos y me miraban, yo los miraba y más le gritaba en sus propias caras, los choros se asustaron tanto que subieron a la moto y se dieron a la fuga sin llevarse nada.
Aquella tarde, en esa solitaria esquina, fui testigo de algo nunca visto, mi coraje. Orgulloso y pensativo, me oí decir: …y pensar que creí que el negro me había cagado 900 pesos…