20 de junio de 2016

La enfermera

-Buen día, sople acá por favor. 
-¡Pero oficial, eso es una pija! 
-Muy bien, entonces no está borracha. Continúe no más. 


La enfermera me contó el chiste como una anécdota suya con la policía caminera, y yo, que estaba dopado por los calmantes apenas tenía fuerzas para sostener la mirada entre los pocitos de su sonrisa y las tetas que se balanceaban alegremente aplaudiendo el chiste por mí. Segundos después me reí yo. Me reí como un niño o como cuando era un niño. La risa salió como un suspiro agitado y entrecortado por los dolores y las tos, pero liberador de viejas angustias que escondía. Los vértices duros de mi cara se curvaron... no quería llorar adelante de ella, pero fue inevitable. Cuando me di cuenta de todo el tiempo que había pasado sin reírme que ya ni me acordaba como era, me quebré. Ella me miró con ternura, o con amor, después se acercó y me besó en la frente, con permiso para oler el perfume de su pecho.

19 de junio de 2016

No tengo batería

-vos sabes que se me descarga la batería del celu a cada rato..
-está pinchada, por eso pierde carga.

-¿en serio?

-sí, bolas. Llevala a que te la parchen, sale dos mangos y de paso compra un poco carga de repuesto.-¿y sabes dónde parchan baterías, por acá?
-sí, ahí, dónde cargan gas para heladeras parchan baterías. 
-uh, bueno, gracias mi loco, me salvaste, ya la estaba por llevar a una casa de música.

Almuerzo en la obra

-¡culeao, cómo se te van a caer los pedos así! taba el arquitecto y los dueños de la obra y vo prrrr prrrr como si nada. El arquitecto dijo ¡epa, qué fue eso? y vo, cara de mármol, ni pestañabas, y de nuevo, prrrrraaa, otro pedazo te tiraste en la cara de los tipos, no podes se tan culeao loco. Yo no podía má de la risa y del olor a caca y a vos no se te movía un pelo, culeao...
-Si vo supiera hermano cómo estos guasos nos cagan en la cara cada viernes sin que les tiemble el pulso, harías lo que sea para devolverles un poco.

14 de junio de 2016

Continuará

13 de junio día del escritor. Me saludaron dos. No me quejo, yo nunca saludo a nadie. Ni yo me acordé de que escribo. Es que siempre ando con la cabeza ocupada en alguna trama o en una encrucijada de palabras o de estilo. Incluso, a veces, camino escondiéndome y angustiado por lo que le está pasando a un `personaje´ que no sabe qué hacer. Eso me parece tristísimo. No lo soporto ni lo puedo abandonar por nada del mundo, sería como intentar olvidar mi nombre, y ya intenté ambas cosas y no puedo. Pero la mano se pone fulera cuando descuido el laburo y llega fin de mes y mi compañera pega un par de gritos porque dice que no la escucho que no hay plata y que no me preocupo por nada. Y le digo que sí, que la verdad no la escuché pero que ahora lo hago y me voy a mi personaje de nuevo o a ver cómo podría hacer para publicar la historia porque nadie responde mis mails. Aunque después de un tiempo aprendí a tranquilizarme porque entendí que para el alquiler y demás trámites siempre sale algo, claro, siempre y cuando no descuide que el futuro de la humanidad depende de lo que les suceda a esos personajes. No sé si soy escritor o el teclado no se me despega de los dedos, pero la tierra debe ser liberada. Continuará.

Engranajes

Dos o tres veces por semana, Don Poldo hacía una paradita en el bar de la esquina.  Le gustaba sentarse en la mesa de siempre, la del rincón al lado de la ventana.  Decía en broma que la ocupaba para espiar a los novios que se juntaban en la plaza.  En realidad, Poldo iba al bodegón por Mabel, la dueña.
Para él, los mejores días eran aquellos en que llegaba al bar y no había nadie, porque Ella era exclusiva para atenderlo.  Él le presumía recordándole la primera vez que la vio llegar al barrio.  Adrede, repetía que nunca había olvidado aquel momento, ella, en cambio coqueteaba haciéndose la distraída y repitiendo la misma respuesta de siempre, para que Poldo contara de nuevo la historia.
-…cuando vos llegaste, San Vicente no es el barrio que es hoy, claro, ha cambiado mucho, antes había más industrias, fábricas y la mitad de bares. Todos nos pusimos contentos cuando vimos que abrías el bar, pero la verdad verdadera, estábamos más contentos por la dueña… El tono cómplice y aniñado que salía de Poldo, sonrojaba a Mabel que no podía evitar sonreírse de él.   
Juntos compartían lindos momentos, charlas de confesionario y el cotilleo nuestro de cada día.  
Si algo a veces brillaba en los ojos de Poldo, era la esperanza de que un día ella aceptase ser querida por él.  El viejo Poldo anhelaba volver a sentir que había alguien que lo esperara al final del día, que lo echara de menos cuando no estaba o que simplemente se preocupara por él con un poco de cariño. 
Con el correr del tiempo y como toda mujer madura, Mabel había desarrollado agudamente el sentido de la observación y, con esto había puesto bajo examen todo lo que hacía o dejaba de hacer Poldo, para conocer cuáles eran las verdaderas intenciones del cortejo que él le dispensaba.  Es que Mabel, tenía por costumbre dudar siempre de las intenciones de los hombres que se le acercaban, secretamente, tenía sus motivos para hacerlo.  Ella sostenía que el tiempo era la prueba que definía el verdadero amor de un hombre a una mujer.  Si perseveraba, valía. Si no, no era nada más que un romance de estación. Y, a Mabel, ya no le interesaban las promesas que no florecían.  Sin embargo sabía que algo pasaba porque ya no podía negar que cuando Poldo no aparecía por el bar, mandaba algún chico de la plaza a averiguar si le había pasado algo con la diabetes.
Ambos, a su forma, tenían una relación de amor.
Don Leopoldo Berezarteaga era del barrio, como la plaza, como la parroquia y como el bar de Mabel.  Laburador.  Se lo conocía por bueno y por caballero.  Después de enviudar se volvió frugal y un poco solitario, pero siempre un tipo macanudo y bien querido por todos.  En el Haber de sus romances, tenía sólo una conquista, la novia la que lo desposó y que años después lo enviudó.
Si de mujeres fuertes se trataba, Mabel Eleonora Albarracín era una campeona.  A fuerza de trabajo y tesón se había ganado el respeto de los hombres del barrio y la admiración de las mujeres.  Siempre supo pelear por lo suyo, y salir adelante en todos los momentos duros de su vida, que no fueron pocos.  Mabi, había llegado al barrio en 1959, cuando apenas era una pibita.  Venía de una familia acaudalada y muy influyente en las decisiones de políticas de su pueblo, Inriville, cerquita del límite con Santa Fe.  Había perdido a su madre de niña y aunque intentaba guardar en la memoria los pocos recuerdos que tenía de ella, ya casi no la podía recordar.  Con su padre le pasaba todo lo contrario, deseaba olvidarlo, borrarlo de su vida, pero no lo lograba.  Sentía su presencia permanentemente, persiguiéndola en silencio, corrigiéndola en público.  No podía perdonarlo por haberla obligado a mudarse a la casa de una tía en Capital cuando quedó embarazada, y él, no podía aceptar el embarazo sin el matrimonio, pero aceptó condenar a su hija y al hijo de su hija que venía en camino, al destierro y el olvido, porque nunca más se volvieron a ver las caras.  
Poldo, que había tenido una linda infancia, y a su padre como mejor amigo, jamás había podido superar la muerte de su compañera.  Agradecía haber conocido el amor, pero lamentaba profundamente lo poco que había durado el goce del amor, tan poco, que a veces no podía recordar que sabor tenía.  De tanto en tanto, normalmente algún domingo, Poldo se enojaba mucho con todo y hasta maldecía con alguna lágrima en los ojos haberse enamorado como se enamoró para que durara tan poco.
Don Lucero Albarracín, papá de Mabel, no fue el único hombre que dejó una huella en la vida de ella.  El día que abandonó el pueblo, en el andén de la estación de trenes, entre su equipaje y sus sentimientos, ella hizo lugar en su corazón para llevarse consigo la promesa de amor eterno que le daba el hombre que, en ese momento, llenaba sus sueños, Marcelino Boggetti, el papá de su hijo.  Él juró que la buscaría, que serían una familia para siempre…
Mabel amarró su vida a aquella promesa y lo esperó, lo pensó, lo amó, lo lloró y le escribió noventa y nueve cartas.  Pero no hubo más respuesta que el silencio.  Varios años después, más de diez, la mañana de un primero de enero, mientras contemplaba el sueño de su hijo al que veía crecer como un río en temporal, se dio cuenta que su vida no era sólo el sueño de una familia feliz.  Sintió que una parte de su corazón se petrificaba, que algo en ella se moría, pero al mismo tiempo, algo nuevo nacía; comprendió que él jamás vendría y que su vida estaba ahí, al frente de sus ojos, durmiendo inocente e inofensivamente, podía palparla con la yema de sus dedos, era real y era ahora; entonces salió de la habitación en silencio y se dirigió al patio de la casa a llorar un río al alba de un año que recién amanecía.  Cuando se sosegó, entró a la casa, y al cerrar la puerta, cerró su corazón.
Pasaron varias temporadas.  La plaza del Mercado en San Vicente, fue testigo de un amor mudo.  Poldo yendo de la casa al trabajo y del trabajo al bar con la ilusión de un amor que no podía alcanzar y una soledad que no se animó a cambiar; Ella, con la tenacidad de una fiera indomable, soportando todo este tiempo el dolor de mantener una herida abierta para recordarse que no debía olvidar.
Pero ni todo el dolor del mundo podía reprimir que los dos se gustasen como niños, y que ambos se conformasen como adultos con una amistad sincera y dulce, que significaba un regalo de cariño sin riesgos.
Una dualidad los unía aún más: ambos anhelaban que el destino diera una señal, pero, al mismo tiempo, desdeñaban que el amor hubiera llegado tan tarde a sus vidas.
Ellos no lo sabían. El inconfesable temor de cambiar dolor por deseo les vedaba reconocer que uno era al otro, la pieza que los ensamblaba en los engranajes de la vida. Él deseaba que alguien lo esperara y ella se preocupaba cuando él no aparecía; Mabel anhelaba un compañero que la tratara con dulzura y, él se olvidaba de la hora cuando estaba cerca de ella; Mabi no quería dormir sola y Poldo quería dormir con ella; él la imaginaba todas las noches y ella también.  Eran uno y el espejo.  Mabel soñaba con escuchar que alguien dijera “que linda estás hoy” y Poldo le había escrito un poema que no se animaba a darle.  Ella temía volver a sufrir.  Él, también.
Lejos y cerca, uno gira en torno al otro.  Cuando uno engrana y se acerca al corazón que tiene por eje, el otro se aleja y desangra un amor irreparable.
Pero el engranaje que mueve el tiempo, no se detiene, es inevitable, y en un punto de la rueda, forzosamente, habrá una coincidencia.
Una mañana, insensatamente, Don Poldo descuidó su medicación y sufrió una descompensación en el trabajo.  Estuvo internado un mes y un par de días por un coma diabético.  Ese mismo mes, Mabel se desvivía por evitar lo inevitable, que el banco ejecutara la hipoteca del bar.  Orgullosa como era, no había dicho nada sobre las deudas que tenía el negocio y se pasó cada día de la internación de Poldo, haciendo todo lo posible para conseguir un crédito o una prórroga del remate, estaba desesperada, sin tiempo para preguntarse por Poldo, y Poldo, entre médicos y medicaciones no pudo sentir otro miedo ni dolor que el de él mismo.  El destino, los coincidió en la no coincidencia, fatalidad irreparable para algunos.
Cuando Poldo recibió el alta, sólo llegó a leer el oficio judicial pegado en la puerta del bar: “CERRADO POR QUIEBRA – BANCARROTA - JUZGADO DE PRIMERA INSTANCIA Y 24 NOMINACION DECLARA LA QUIEBRA/BANCARROTA Y ORDENA EL REMATE…”
Mabel Eleonora y Leopoldo Berezarteaga perdieron el contacto.
Un año después, un domingo de otoño, pero de esos domingos que enojaban mucho a Poldo, en la plaza del Mercado, al frente del viejo bar que había pertenecido a Mabel, un vecino le contó a Poldo que doña Mabel se había mudado a Ushuaia, a vivir con su hijo.
Don Poldo no dijo nada.

Se contestó en un pensamiento: no hubiera sido posible.