16 de octubre de 2015

La oportunidad del loco. (texto rescatado y actualizado)


Todo empezó antes de lo que recuerdo, de alguna manera siento que todo vino dado. O tal vez escrito. Lo primero que recuerdo son las fiestas de cumpleaños que me invitaban cuando empecé la escuela y que forzosamente me llevaban: Mi mamá me dejaba en la puerta de la casa del cumple, se iba y ahí me quedaba, sólo en la cocina del cumpleañero sin participar en nada hasta que venía alguna tía y me llevaba de prepo a jugar con el resto de los chicos.

Me costaba adaptarme porque era muy tímido, bueno, todavía lo soy, pero más domesticado que antes. Siempre me pasaba lo mismo, ¿quién quiere helado? –Preguntaba alguien- yo nunca me animaba a contestar, siempre dependía de que otro me viera y me diera. Un calvario.

Después crecí un poco y aprendí a jugar al fútbol. Soñaba con ser goleador y jugar como el Enzo Francescolli, pero siempre me mandaban al arco, mejor dicho, sólo jugaba en dos ocasiones, cuando no había arquero o cuando la pelota era mía. Pero no me quejo, el deporte, aunque sea con estas injusticias me sirvió para aprender a adaptarme, después de todo, encontré mi lugar en el arco porque no tenía que correr como los otros y porque me daba tiempo para soltar mis pensamientos al aire; en fin,  como dije recién, sigo siendo medio bobo pero más adaptado.

Casi terminando la primaria, viví un episodio que guardaría encerrado en el corazón por varios años. Laura, mi hermosa señorita de sexto grado, estaba en frente de todos nosotros enseñándonos los ángulos isósceles y, Yo, como todo caballero enamorado de su dama, me quemaba el bocho por entender y participar en la clase, hasta me animaba a pasar al frente con tal de tener su atención, hasta que llegó el peor día de mi vida… Cuando la seño preguntó quién pasaba al pizarrón a resolver un ejercicio, en un flash de silencio, la Chancha, uno de mis eternos rivales en el grado, contestó desde el fondo del aula:

-Que pase el cabeza de galpón para guardar la luna.

La clase reventó en una risa burlona.

No había dudas de que se trataba de mí, el único cabezón del grado. El trauma no fue el chiste, ni la desproporción de mi cabeza con el resto del cuerpo, sino el dolor y la vergüenza de ver una mujer hermosa como la seño con la cara roja no pudiendo disimular la tentación de reírse a carcajadas. Sentía que el compás que usaba para dibujar los ángulos en el pizarrón me lo clavaba en el medio del corazón una y otra vez. Ahí conocí lo que después conocería como Estado de Emoción Violenta y, en ese estado hice lo que tenía que hacer, me levanté, fui hasta el banco de la Chancha y le sacudí los piojos hasta que lograron sacarme.  

Ese día casi me echan de la escuela. Estuve en la Dirección hasta que llegaron mis viejos a hablar con la Vaca Milka, la directora. No me acuerdo que tanto hablaron y que habrán dicho de mí, pero me acuerdo que primero lloró mi mamá, después lloró la seño y al último también lloró la dire, hasta mi viejo salió con los ojos rebalsados de esa reunión. Lo bueno fue que durante el resto de la primaria, nunca más nadie volvió a decirme cabezón. Lo malo fue, que siempre que me acercaba a una mujer, sentía que iba a reírse de mí.

Ese mismo día, por la noche, cuando mi viejo llegó a casa, molido como siempre por el trabajo y el estrés de la reunión en la escuela, apenas terminamos de cenar me sentó en la mesa del comedor, sacó dos cuadernos Rivadavia de 24 hojas, una regla y un lápiz nuevo de esos con gomita arriba; no lo olvidó más, el lápiz decía: profesional L N° 4.  Eran casi las doce de la noche y mi viejo estaba por enseñarme caligrafía como si fuera un arte marcial. Con la regla me hizo dividir los renglones al medio y él escribió la primera oración en cursiva perfecta:

-No voy a pelear nunca más.    

La consigna era aprender a escribir sin pasarme ni por arriba ni por debajo de las líneas del renglón, marcando el punto, el tilde, cerrando bien cada curva de las letras. Todo un arte. También comprendía no olvidarme que la próxima pelea me echaban de la escuela y que me ganaba la paliza de mi vida si eso pasaba. Escribí. Y lo hice bien, por lo menos hasta que los dos nos quedamos dormidos en la mesa.

Aquél ejercicio caligráfico no fue un ejercicio más o un tipo de penitencia nueva, fue mucho más profundo que todo eso. Fue la íntima experiencia de libertad que sentí al presionar el lápiz en el papel, fue el concepto y la idea, la hora y mi viejo, la seño y la Chancha, la escuela y la vida. Fue la línea y la curva que ordenaba mi cabeza y la obediencia de la mano. Era la ventana y el paisaje que sólo yo podía ver.

La caligrafía despertó algo en mí que nunca más volvió apagarse, aunque no fue precisamente un camino de paz, porque después me seguí cagando a piñas una docena de veces más. Lo que se encendió en mi corazón, fue el entusiasmo y el calor por ordenar las letras, como ladrillos que levantan casas. Así fue, que hasta el día de hoy, veintipico de años después sigo practicando la caligrafía como un arte marcial, como una disciplina milenaria en mis cuadernos Rivadavia, dividiendo los renglones y escribiendo en cursiva perfecta:

-Es un buen tipo mi viejo.

Un día, de golpe, llegó la difícil y brutal pajertad de la adolescencia. Tenía un puñado de acné tirado en la cara, una pelusa en los bigotes que parecía chocolatada y una cabeza del tamaño de un cucharón para remover el océano, todo eso más una incipiente vocación un tanto maricona en la coyuntura de mi barrio. Digamos que se me puso bastante oscuro. Así que opté por sobrevivir y olvidarme de ésta mariconada de andar escribiendo cosas raras. Me largué al rodeo de vivir sin pensar Yo. Y, en honor a la brevedad, diré que hice todo lo que no tenía que hacer. Que erré todo lo que podía errar hasta que todo fue un acierto. Un día, asqueado de lamerme las heridas de mi propia tiranía, decidí probar con aceptar, que escribir me hace bien y no hace daño a nadie, aunque varios amigos se sintieron dejados de lado porque no entendían qué podía hacerme tan bien sin ellos.

A partir de entonces, escribo compulsivamente para recuperar el tiempo el perdido fuera de mí, aunque sé que es al pedo, el tiempo sólo es útil cuando se pierde, pero si recupero los errores como recuerdos que laten en la memoria para corregirse ahora.

Decir que escribo todavía me suena raro, como ñoño. Lo bueno es que no me importa. Lo mejor de lo bueno, es que yo no escribo, yo sano mi mente.


             

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