I
Llego a casa, de repente,
algo altera mis sentidos, en la puerta del estómago, siento una estrella de
nervios de puntas filosas. Observo, no
pasa nada. De pronto, cuando pienso que sólo fue un susto, me
sorprenden tres jóvenes vestidos de sombra.
Quisiera correr, pero dudo
que mis piernas respondan. No descifro lo que oigo ni lo que pienso, pero
tampoco hace falta, de golpe, uno de ellos, ya está sobre mí.
Escucho un disparo.
Sé que me hirió, pero todavía
no siento el dolor, sólo veo la sangre. Resisto. No me quiero caer al piso,
tengo miedo de no levantarme de nuevo.
Con todas mis fuerzas me sujeto del brazo que sostiene el arma, no voy a
soltarme de Él, no voy a darme por vencido. Mis ojos hablan por mí, y Él me
entiende, aunque no sabe lo que está sintiendo –queda perplejo- Lentamente,
intenta retroceder; Yo avanzo hacía Él.
El miedo crece.
Intento decir algo, pero ya
no tengo aliento, apenas puedo estar de pie, sólo detengo unos instantes mi
final. Él, sigue retrocediendo, algo
teme. Teme de mi fuerza; en su mente,
piensa disparar de nuevo, matarme de una vez por todas, pero teme.
Teme porque ignora.
Ignora que entre él y yo, hay
un abismo, pero más teme, porque al verme, ve su alma, cobardemente humillada.
II
Despertó como si no hubiera dormido nada y detestó
que fuera de día. Le sangró levemente la
nariz como rastro de la noche anterior.
Se limpió en el baño, después cerró todas las ventanas y se sentó en la
cocina, donde había más oscuridad.
Con la vista buscó algo a su alrededor, pero no
encontró lo que buscaba. Sintió no estar
en ningún lado, sintió frío y tuvo miedo, pero no pudo llorar.
Del montón de colillas que había en el cenicero,
eligió una que calculó le quedaban dos o tres pitadas. El gas tomó cuerpo con la colilla que
prendió y sus pulmones se ahogaron antes que las llamas fueran a Ella.
III
Buscaba sus palabras en el silencio, nadie sabía que
había un pacto. Prefiere morir antes que
hablar. Elige matar antes que entregarse. Con la mirada, vigilaba el movimiento
de los oficiales.
Bastará un segundo para resolverlo, y sucedió.
Pateó el escritorio y cayó de espalda sobre su
silla, giró, tomó la lesna del piso, se levantó, y la enterró donde calculaba
el corazón. El segundo policía que lo
custodiaba, antes que fuera por él, le voló la sien.
El único precio que no iba a pagar, era el de negociar con la policía.
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¿A
dónde van los desesperados, los perdidos, los enfermos, los abandonados, los
solos; si nunca los buscaron?
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