—La
que lo parió, lo que me faltaba —dije, mientras me sobaba la cabeza—. El chofer
del colectivo había frenado a lo bruto en el andén de la terminal de Cruz del
Eje y le di un cabezazo a la ventanilla. En la terminal no se veía un alma, estaba
todo cerrado. Podía ser por la siesta o por el calor que pasaba los 40 grados o por las dos cosas juntas o ¡qué sé yo y qué
carajo me importa! Solo quiero llegar a mi casa, bañarme, cagar y dormir en mi
cama, nada más. Harto me tiene este colectivo de mierda. Regresaba de las
peores vacaciones de toda mi vida. Había decidido vivir una experiencia que “me
abriera la mente”. Sí, entre comillas. Quería sentirme un liberado más de este
siglo. Saber qué era eso de “fluir” y cómo era eso “dejarse llevar”. Compré una
mochila, una bolsa de dormir, un par de libros y salí de mi casa con el
objetivo puesto: “encontrarme conmigo mismo”. Probar a qué sabía la vida, allá,
afuera de mi sistema de pasillos atestados de personas que no saben ni dónde
están paradas, de abogados presumidos y funcionarios apunados entre los humos
del doctor y los vicios del empleado público. Quería saber qué es la vida sin ascensores
lentos, sin naranjitas patoteros, estar fuera de los conductos diarios de
papeles, de corridas, de taxis y de frustraciones comunes.
Fue
la peor idea que tuve en mi vida.
No
sé de dónde carajo saqué tanta pelotudez de “encontrarme” de “abrir la cabeza”, de “dejarme llevar” y bla, bla, bla. ¿De
dónde coños habré sacado esta idea de que en la relomada del orto iba a
encontrar algo? Seguro que fue por culpa del gallego de la oficina. Me hubiera
ahorrado bastante viaje de porquería si no le hubiera dicho nada.
-Ve
tú solo, chaval, siempre hay otros en el camino que te van acompañar. Y seguro
que follas más que acá. —me dijo el
gallego forro cuando lo invité a este viaje.
Al
tercer día, solo, sin bañarme, con hambre, con sueño y perdido en un remotísimo
pueblo en la loma del cachilo ahorcado, entendí que nada de esto me iba hacer
encontrar conmigo, ni me iba hacer follar, ni
nada. Gallego hijo de puta.
Es
que no me deja de sorprender cómo te endulza la oreja cuando habla, todo azí, con zeta
habla el chamuyero éste, que todo el año se la pasó contado sus
historias de mochilero por la América del Sur. Las mujeres, las fiestas, los
lugares increíbles, las aventuras de peligro extremo. Y en la oficina y en
tribunales, todas las minas muertas con el farsante.
—Haz
tu propia experiencia, tío —. Me
contestaba el sorete este, cada vez que le preguntaba algo de sus relatos. Para
mí, el gallegoculeao inventaba todo
de tanto ver el Discovery. Pero el que es pavo es pavo, y siempre escucha lo
que quiere escuchar. Sí: yo que nací y me crié en un departamento en el microcentro
de la ciudad, que hice toda la primaria y la secundaria en transporte escolar
en un colegio de curas, que trabajo de lunes a viernes en una oficina con aire,
dispenser, internet, alfombra, secretaria y que nunca toqué un trapo de piso ni
de casualidad… ¡¿qué se me viene a ocurrir encontrarme en la reconcha de la
lora?! Lo único que encontré fueron mosquitos del tamaño de una paloma. ¿Cómo
no se me ocurrió encontrarme en un all
inclusive en Costa Rica? Un cuarto de
media pensión era todo lo que le pedía a la vida para intentar “encontrarme”,
pero brillé por mi ausencia.
La
primera noche dormí en la plaza de un pueblo y me despertó un perro que me meó
la mochila. A la mañana siguiente seguí buscando habitaciones disponibles y
nada, otra vez se hizo de noche. Volví a la plaza. Esperaba que apareciera el
perro para darle un palazo en la nuca, hasta que me quedé dormido en el banco.
El perro no apareció en toda la noche pero
despareció mi mochila. Sí, desperté, y ya no
estaba. Resignado, acepté que todo era una clara señal de que me tenía que “encontrar”
urgentemente conmigo, pero en mi casa, y antes de que sea tarde y detone el
calzoncillo que llevo puesto. Así que decidí irme en el primer colectivo que
saliera.
De
regreso. Sentado del lado de la ventanilla, tragándome el polvo de pueblos
olvidados sin haber encontrado ni mi sombra; esperando que el colectivero
arranque y que ya no pare hasta mi casa. En la resignación absoluta, miraba el
trazo de la sierra. Y lenta, pero
hondamente, me iba cayendo en un pozo de sueño que ahogaba los ruidos y las luces.
Me iba acomodando como podía en el asiento hasta que otra vez mi cabeza revotó
contra el vidrio y ¡la reputísima madre que lo re mil parió!
CALABALUMBA, decía un cartel roído. CALABALUMBA, intenté
repetir mentalmente para volver al sueño. CALABALUMBA, escuché que alguien
pronunciaba. CALABALUMBA, escuché otra vez. La voz no venía de mi sueño sino de
la realidad. Di media vuelta y me sorprendió. Estaba tan ensimismado que no
había reparado cuando subió, ni mucho menos que se había sentado a mi lado.
Parecía una escena de película.
—Voy
a Capilla del Monte. Quiero conocer el Uritorco.
Una
sonrisa brillante coronaba la última palabra. Tardé en contestar porque realmente
era muy linda y me había puesto tímido como a los nueve años. Era linda a mi
medida, linda como que a ningún otro hombre podría gustarle tanto como me
gustaba a mí. Linda exclusiva. Me quedé repasando los detalles del momento: el
sol le daba en la cara, el viento de la ventanilla le soplaba el pelo negro y
fino descubriendo su frente blanca y exponiendo el arco sensual que iba desde
el cuello hasta la cúspide redondeada de sus hombros. Tenía ojos grandes y
azules. Muy azules.
—Sé
que está en Capilla, pero no conozco el Uritorco—, contesté como un idiota por
no saber y se me apareció la cara del gallegoculeao
burlándose. Aunque hubo algo en mi expresión que la hizo sonreír, entonces
sentí que una barrera se quebraba. Y el gallego ya
no se burlaba.
—Me
llamo Ana… —dijo con frescura y extendió la mano.
—Yo
soy Rubén— y le devolví la mano, y ella se rió otra
vez y yo sonreí por cortesía pero con desconfianza porque no sabía de qué se
reía.
De
a ratitos nos mirábamos sin decir nada. Ella volvió a sonreír. En realidad
sonreía todo el tiempo. Detrás de cada palabra dibujaba una sonrisa.
Ana
y yo conversamos de todo un poco. Le conté del fracaso de mis vacaciones y
sobre mi trabajo y sobre lo que provocaba el gallego en las mujeres de la
oficina. Ella interrumpía todo el tiempo con una pregunta. Era curiosa, como yo
a los nueve años. Sobre su vida contó muy poco. Dijo que le gustaba el paisaje,
el olor a tierra mojada, el otoño, la primavera, el invierno, la lluvia, la
noche, la luna, el viento, el silencio, el verde amarronado de la sierra y el
cielo. Solo hablaba de las cosas que le gustaban.
Yo
seguía con atención cada palabra de lo que decía sin perder de vista el
movimiento de los labios —cómo la chaparía ahora mismo—. A medida que el sol se
borraba de su cara iba descubriendo más
encantos de su belleza. Cada facción del rostro, el laberinto de la oreja y la
curvatura del cuello que caía como un tobogán a las tetas. Me tenía poseído por
el singular encanto que tenía, la ocasión del encuentro. Y las tetas. Le
pregunté a qué iba al Uritorco y se quedó pensativa un instante. Parecía que
había olvidado la respuesta o que la rebuscaba en algún lugar remoto. Me
pareció gracioso, y se repetía cada vez que yo le preguntaba algo, ella se
tildaba con una mirada esquiva y hermosa.
—No
sé, —respondió—. Hay tantas cosas que no sé. Yo creo en el presente, estoy
donde tengo que estar y acá estoy, el
destino viene por mí.
—El
destino… —por dentro pensé que estaba fumada y que estaría bueno probar.
Entonces
me miró a los ojos con toda sensualidad y yo me metí en los de ella como quien
se mete en otra boca con un beso que termina en la cama. Hizo una pausa y
mientras yo calculaba los movimientos de los labios, los segundos, la
distancia, el envión y la lengua, dijo:
—Voy
a contarte algo, Rubi: yo hablo con Dios.
—Con
dios… —repetí atragantándome el beso.
En
ese momento el grandísimo hijo de puta del chofer volvió a frenar como una bestia
e interrumpió con un grito grotesco y fatal:
—Capiiia del
Monteeeee...
—Acá
me bajo… —soltó con gracia.
Mis
vacaciones habían sido una mierda. Pero el encuentro con Ana era absolutamente distinto.
Era lo mejor que podía sucederme y empezaba a lamentarlo como nunca antes había
lamentado algo. Ella se esfumaba en mis narices. No sé cuánto hablamos pero fue lo suficiente para olvidarme lo mal que
la había pasado y “abrir la mente” a lo bien que podría pasarla si terminábamos
enroscados en un telo o en un cerro o donde sea. Era más que todas mis
expectativas descartadas. Era algo posible. Ana sonrió, y dijo:
—Rubén,
no me voy a olvidar de vos. Ojalá encuentres lo que estás buscando y seas feliz.
Se
puso de pie y descendió rápido, sin mirar atrás.
Quedé
helado. La magia perduraba pero iba a
desvanecerse si no hacía algo inmediatamente. Ana me gustaba, me calentaba y
estaba a un paso de no verla nunca más. Todas las barreras juntas se cayeron de
golpe. Las aspas de un molino giraban en mi panza,
arremolinando miles de ideas pelotudas que me hacían sentir un cagón, una
sombra del gallego, pero… ¿y si ésta era la razón de mi viaje? ¿Y si era Ana la
experiencia que quería vivir? ¿Y si en ella me había encontrado y me había
enamorado? ¿Y si sus besos? ¿Y si sus tetas? De inmediato supe lo que tenía que
hacer: evitar la peor de las barreras: salvarme del olvido. Me acerqué
rápidamente al conductor y le pedí que se detuviera, le dije que me había
dormido, pero no me creyó y le dije que no sea tan culiado y que me deje
bajar. Bajé y corrí hasta la terminal
imaginando la sorpresa de ella al verme otra vez, seguro entendería por qué bajé: “…encontré lo que buscaba, sos vos., iba a
decirle y, tarde o temprano nos echaríamos un polvo inolvidable.
Llegué
agitado, observé dónde podía encontrarla,
pensé que aún estaría por ahí, preguntando
cómo llegar al cerro o esperando un taxi; pero en eso que intentaba
encontrarla, de reflejo alcancé a ver una foto del periódico que me llamó la
atención. Me acerqué y vi que era la foto de una mujer parecida a Ana. Una foto
vieja de tres médicos en la puerta de un hospital. Me acerqué más a la foto
hasta pegar la nariz contra el vidrio del kiosco de diarios. El diario local
decía:
“La
comunidad de Capilla del Monte recuerda con dolor y mucho respeto el aniversario
del fatídico accidente de tránsito que ocurriera sobre la Ruta Nacional N° 38 a
la altura del paraje Calabalumba, y que terminara con la vida de tres jóvenes
médicos residentes, Antonio Pareras, Diego De Torres y Ana Solares. Cada vez
son más las personas que se hacen devotos de estos médicos que, aseguran
algunos, se aparecen a personas enfermas y las curan.”
La
foto ocupaba la mitad de la plana y las dos Anas, la mía y la médica muerta,
eran parecidas de verdad. Un frío angustioso me amenazó por la piel y después
me ahorcó el estómago, necesitaba un baño urgente. Había escuchado cosas raras
de Capilla del Monte: extraterrestres, ovnis, ciudades intraterrenas, y gente
que caga una vez a la semana en la puerta de la iglesia para quitarse el
bautismo, pero esto, es increíble: Calabalumba, el nombre de Ana que se repite,
el parecido físico. Era una señal muy clara del destino: Ana es “la mujer” y
Capilla es “el lugar”.
Un
viejo linyera que tenía la barba como una virulana gastada me chistó por la
espalda, lo miré y me miró. No era un linyera, era un artesano trucho con
mezcla de curandero garca. Se reía a carcajadas. No tenía dientes. Cobraba
cincuenta pesos a cambio de contactarse con los médicos y curarte cualquier
enfermedad. La terminal empezó a llenarse de gente gritona, la mayoría eran porteños.
Me desesperé, cada segundo que perdía era una distancia nueva que me alejaba de
Ana. A los empujones me hice lugar y salí en su búsqueda. No podía estar muy
lejos, fui a una esquina, corrí hasta la otra, entré en una pollería, salí,
doblé la esquina… La vi. Ahí estaba. Era su espalada, su perfil, su pelo, su
pose, su ropa. Estaba en la Techada y hablaba con alguien que estaba adentro de
un negocio. Sentí que todo mi amor era su amor, no pensé nada más, corrí hasta
ella, la tomé de la mano y la besé para siempre. Después de lo que duró esa
eternidad abrí los ojos, los de ella seguían cerrados y en esa fugacidad en que
pasa lo mejor de la vida alguien de adentro del negocio me clavó la mejor piña nunca
antes vista. No alcancé ver nada hasta que me despertaron del piso unos
turistas que insistían en llevarme al hospital. Por suerte Ana no estaba. Mano
de piedra tampoco. Estaba solo, rodeado de desconocidos. Volví a la terminal,
entré al baño, la nariz empezaba a taparme el ojo y la cara me latía en cada
poro. Tenía los ojos llorosos y la vista aturdida. No pude cagar, tampoco mear.
Me lavé la cara y salí del baño.
—Tomá,
curame esta megabosta de vacaciones— le dije al viejo garca, mientras la
terminal se volvía a llenar de porteños gritones.
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