En Italia y, tal vez
en la mayor parte de Europa, abundan aparatitos tecnológicos que hacen que el
día a día sea más fácil que la tabla del uno. Polulan “huevaditas”
extraordinarias que simplifican todo o, al menos eso te hacen creer, porque ante
el primer descuido se te atora la burra y fuiste, quedás como el más nabo (tengo varios ejemplos para más adelante). Existe un universo de plástico chino, taiwanés y vietnamita que gira en torno al
hombre común europeo y le da color a sus días. Hay un imperio de marcas
imitadas que refuerza la imagen de mujeres y de hombres. La policía municipal,
provincial, el ejército, los radares y las cámaras que, aunque dan miedito, están
para pequeños percances fácilmente reprimibles o multables. Cualquier
eventualidad, cualquier contra tiempo, no existe, se compra. No hay cosa que
uno quiera hacer que requiera mayores conocimientos que el uso de una tarjeta
de débito, ni exige mayor esfuerzo que el de recordar el pin de esa tarjeta. Una
cosita se rompe, deja de funcionar, se acaba o se termina, tiene
algo que lo remplaza o, en su caso, lo soluciona, lo mejora y, además, se compra,
milagrosamente, en un “tic tac.” Vivir acá es como vivir en Sprayet.
La tecnología y el
diseño van de la mano en todo, como un matrimonio swinger feliz y sin hijos,
juntos estan bien pero sin responsabilidades, y mientras mas cojan, mejor.
Pero no todo es color
de rosa. Por ejemplo, en la mayoría de los baños no hay bidet y, limpiarse el
culo es un trabajo bastante arduo.
Otro ejemplo: Una
persona de intelecto medio, medio boludo, como yo, que olvida el cargador de su
notebook quiere comprar uno de repuesto, sólo un cargador. Entonces sale a
buscar uno pero donde va le dicen que por el precio le conviene comprar una computadora nueva, pero no, no necesito una computadora sólo quiero el cablecito de
mierda para cargar la batería de mi compu pero nadie lo vende porque si
perdés el cable vas y te comprás una nueva y listo. Entonces me ofrecen cargadores para
auto y, yo, me pregunto si en el extranjero tendré más cara de pelotudo que en Argentina porque
me ofrecen un “multicargador” para varias computadoras juntas que se conecta a
otro cargador “Premium” que es sumergible pero que tampoco me sirve y luego me
ofrecen otro “multifunción” que sirve para inflar las gomas del auto y otro
cargador que se hace navaja. Tengo ganas de llorar porque no puede ser que
me esté pasando esto y el marroquí que me atiende (que era mi última
posibilidad de conseguirlo) también se está poniendo triste porque intuye que
no va a venderme nada, refuerza su insistencia y hace los últimos tiros, me ofrece descuentos y un
flotador de pileta para niños de regalo, yo, con la voz entrecortada le digo que
se vaya a la concha de su hermana, pero él me insiste y empieza a ponerme los
flotadores y un cargador en la mano para que me lleve todo, pero no, salgo de la
tienda casi corriendo, con los ojos inundados de impotencia —culiaó culiaó
culiaó, negro culiaó. Mastico en mi cabeza— cruzo una avenida vacía y sigo sin
rumbo en busca de algo o de alguien o qué se yo. Camino urgido y ciego, giro a
la derecha, cambio de vereda, vuelvo a girar en la esquina y sigo por un imprevisto y estrecho callejón de casas viejas y angostas de dos o tres pisos cada una. Me
detengo. Miro hacia el cielo. El sol está huyendo, se esconde entre los diminutos
balcones apretados de flores y ropa colgada —estoy perdido—. La calle de
adoquines negros termina dos o tres esquinas más adelante, contra el muro de
una iglesia desahuciada. —Estoy perdido en el caso viejo de Roma—. En las
paredes de abajo hay manchas de humedad, tal vez no llegue el sol; las ventanas
cerradas parecen canceladas para siempre. —Me perdí de verdad la puta que lo
parió—. Hay una bicicleta sin atar apoyada en el portal de una casona. Si
alguien sale de esa casa ahora o, de alguna otra va a pensar que me la quiero
robar. Seguramente ya estará alguna vieja espiando lo que hago
desde su ventana y tenga el teléfono en la mano para llamar a la policía pero, ¿yo
no quería robarme la bici? ¿o sí? Ahora siento ganas de robarme la bicicleta,
me acerco al portal disimulando ver los nombres grabados en el portero, la bici
está adelante mío, no hay moros en la costa pero, ¿para qué quiero una bici? yo necesito un cargador para
notebook no una bici, mejor me apuro antes que me lleven en cana. Sigo caminado
y llego hasta la esquina donde veo algo imponente que no es un culo. Es un bar. Un bar abierto con un mostrador
puesto hacia la vereda que exhibe unos sanguchitos tremendos, (panini) no lo
dudo, entro, casi no hay nadie, sólo el mozo que debe tener unos cincuenta y
pico y usa un moño negro de la primera guerra mundial. Escucho el ruido de una televisión que busco con
la mirada y la encuentro en un riconcito del salón entremedio de unas plantas de Rosmarino y lavandas. Es una televisión pequeña del
año del ñope que se ve en blanco y negro, me río solo, en verdad exageré. Habituarse a lo simple, a veces, es muy complicado. Elijo una mesa y mientras espero que inicie la notebook rebobino todo y con las últimas gotas de la batería escribo sin corregir:
Roma es la antigüedad y la modernidad, el consumo y la conserva, el vaticano y la mafia. Roma es Amor escrito al revés. Roma es una mujer hermosa que no hace nada por nadie. Porque es hermosa y eso es todo. Roma es una mujer que enamora a las mujeres, que pone a los hombres de rodillas. Una puta histérica. Pero es tan linda y bella que no tiene precio.
Pido uno de salmón y rúcula y un “proseco” (vino blanco).
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