—Qué
hace mamut, cómo andas?
Después
de saludarme bajó el volumen del estero con el control remoto.
—Nada,
Rano, acá ando…
—Mirá,
le puse levanta cristales.
—Ve vo…
que bueno, no?
—Che,
mamut, por qué tenés tanta cara de hemorroides, en qué andas hermano?
Iba a
decirle que no me pasaba nada pero ni ganas de mentir tenía. Además, el Rano es
de esos amigos que la tienen clara en grandes cosas de la vida como la plomería,
electricidad del automotor, hasta guitarrea en los asados.
El
Rano a los once cuidaba autos en la puerta de una whiskería de Alta Córdoba y ahora
que tiene cuarenta y pico, aunque parece de sesenta y cinco bien puestos, es dueño
de la remisería del barrio. Con el 48 a primera hizo el salto. Siempre decía que el muerto que hablaba era él, por eso repetía al 48 hasta que la
pegó y compró el primer autito. Un Renault 12 break rojo con gas, vidrios
polarizados, tapizado símil cuero blanco y musiquero con control remoto. Un
chiche impecable, hasta papeles al día tenía.
Así, el Rano, se convirtió pionero del remi trucho. “Por el cospel, de
puerta a puerta” Era su eslogan. No se
cansaba de repetir que era su propio jefe y que organizaba el día como quería;
los días de lluvia hacía la diferencia y los fines de semana las minas hacían
cola para que las llevara al baile. Querías una piza, la traía. Querías comprar
faso, te llevaba. El Rano siempre fue un audaz, lo único que le daba cagazo era
que le vieran la próstata…
—Mirá,
Rano, vengo de mal en peor, nunca tuve tanta mala leche como ahora. Te acordas
de la Yesica?
—La
Yesica Yolanda?
—Sí,
está embarazada de otro. Me lo contó y se fue de casa.
—¡Aa!,
por ahí venía el tranvía. Bueno, gordo, mejor así, peor es que te salga gringo
con ojos verdes y vayas por ahí diciendo que es tuyo, vamos, no te haga´ mala
sangre que el pescado se pone rancio.
—Rano,
miramé a los ojos, ´toy pasao´ en 100 kilos, soy más feo que pegarle a la
madre, vos lo sabes, yo lo sé, todos lo saben ¿quién se va a fija´ en mí?
—Bueno
gordo, tampoco es que las chicas de acá se parecen a Xuxa, con alguna de tu
estilo tenés que enganchar, es cuestión de que aprendás a venderte mejor, es una
cuestión de altitud, sino miramé a mí, culiao, soy el mismo mono fiero de
siempre pero hace cinco años que compro la Muy Interesante y cuando sube una
mina al auto queda impactada con todo lo que le digo ¡hasta me invitan a sali´
a mí! Gordo, escuchamé bien, vos le podes ganar en chamuyo a cualquiera, y te
lo digo de frente, a las minas no le importa que seas más feo que el cuco, lo
que les importa es la facha y la facha se inventa. ¿Entendé?
El
Rano fue hasta el auto y volvió con una tarjetita en la mano.
—Chochán,
hermano, acá tengo la solución. Al tipo de la tarjeta lo conocí en un viaje que
le hice. Lo llevé hasta su casa en Villa Páez, vive al frente de la cancha de
Belgrano.
—¿Quién
lo juna?
—Se
llama Krokodianga kurtiva, pero todo el mundo lo conoce como el Conde Braulio,
es un negro alto y flaco que no sabes si camina o se desliza. Al principio
asusta pero no pasa nada, es buen tipo.
Me di cuenta cuando lo dejé en la casa, la gente, ¡¡estaba haciendo cola
para verlo!!
—¿Por
qué hacían cola?
—Porque
el negro es un chamán del amor, un gurú del éxito. La gente que estaba ahí
venía de todos lados para verlo, había pasacalles de agradecimiento, flores,
botellas de agua, de vino, como si fuera un santuario, de verdad gordo, hasta
me enteré que un guaso le dejó una caja de ferne en la puerta porque le saco
una brujería de encima, ¡imaginaté si debe ser poderoso para que le regalen una
caja de ferne!. Tenés que ir a verlo ya.
—no
sé, esas cosas de brujos nunca me gustaron, me da que son todos garcas, mejor
no.
—Mirá,
hermano, yo sé que no vas a creer, pero te voy a confesar la verdad, el negro
me curó la próstata y no me tuvo que meter nada.
Miré
al Rano seriamente, decía la verdad.
—Vamos.
El
Rano pasó el auto a nafta, clavó un CD del Toro Quevedo al palo y picamos a ver
al conde.
Unas
veinte cuadras antes de llegar el auto levantó temperatura y casi sopló las
juntas.
—Mamut,
no seas cagón, andá nomás, yo me arreglo.
Nos
despedimos como se despiden los machos, sin abrazo ni beso ni nada.
Rano
tenía razón, el negro era grandote. Me atendió con una túnica azul hasta los pies.
No me animaba a mirarlo mucho, me daba miedo el bulto.
Estaba
por empezar a contar todas mis desgraciadas pero el chamán me hizo señal de
silencio. Tenía los dedos del tamaño de una poronga. El conde salió y me trajo
una túnica blanca y en un español muy articulado me dijo:
—Tú,
no decir nada, yo ocuparme de alma suya. Tú
poner bata y recostar aquí con ojos cerrados.
Este
guaso se lo empomó al rano, pensé con desconfianza.
—Cabeza
poner hacia la ventana, sin zapatos, respirar sin miedo.
Una
musiquita dormilona sonaba suave, empezaba a relajarme cuando oí
¡PLA – PLA!
¡PLA – PLA!
El
Conde había dado dos aplausos secos que me helaron el pecho, después empezó a respirar como si cargará un gallo y con voz
terrorífica empezó decir:
—A los
siete unicornios divinos de la divinidad de lo divino vengan al alma de este hombre
ahora y quiten las serpientes venenosas
¡PLA - PLA! ¡PLA –
PLA!
Entra
luz dorada por tus pies, sube luz por tobillos, rodillas, ingles, corazón,
plexo solar y mente superior.
El
morocho me pasaba las manos a lo largo de mi cuerpo sin tocarme,
podía sentir el calor que irradiaba de la palma al mismo tiempo que lo
escuchaba respirar agitado como si estuviera corriendo.
Otra vez silencio.
Otra vez silencio.
Yo con
los ojos cerrados haciendo fuerza para no espiar y otra vez el chamán rompió el
silencio para preguntar:
—¿Me
dar permiso para abrir tú campo magnético?
No
sabía a quién le hablaba, si lo hacía conmigo o con
otros seres presentes, por las dudas, accedí con la cabeza.
El insistió;
—¿debe
decir si o no Sr.?
—Di, perdón,
sí.
Los
nervios me traicionaban, lo único que me dejaba tranquilo era que estaba boca
arriba y que por atrás no iba abrir nada, menos con esas manos.
En
cuanto dije sí, sucedió lo increíble, todo cambió, todo se revolucionó. No
sentía mis brazos ni los pies, sin embargo, sentía que mi torso se despegaba de
la camilla, estaba levitando. Mis párpados ya no temblaban por espiar sino que
se habían sellado por una fuerza que me cubría la cara, y al cabo de unos
minutos, empecé a sentir un milagroso estado de paz absoluta que me quebró en
un llanto desconsolado y liberador.
El
gurú me indicó que me incorporara lentamente, yo sentía que no podía moverme.
¡PLA - PLA! ¡PLA
- PLA!
—¡Levántate
digo! A tu Ser infinito
le doy esta energía para que disponga de ella en un plan de luz violeta,
remató, y el hechizo se rompió y pude abrir los ojos.
Cuando
los abrí, el sahumerio que había prendido cuando entré era un montoncito de
cenizas.
Antes
de irme, Krokodianga me dijo:
—Ahora
tú vida ha cambiado para siempre, te llevas la energía de los siete unicornios en el corazón para que enfrentes con valentía
cualquier obstáculo que se presente en tu camino para el resto de los tiempos.
Son $ 900.
Pagué
y me invitó a retirarme.
Cuando
crucé la puerta de la casa todavía estaba anestesiado, sentía que caminaba
entre las nubes y el aire fresco que venía del Suquía amasaba mis
pulmones. Los últimos rayos de sol me
caían en la cara como suaves caricias.
Caminaba
por la costanera, el tráfico había enmudecido, veía los autos y la gente pero
no oía más que el movimiento de mi propio andar. Caminé y caminé sin noción del tiempo ni de la
distancia hasta que dos chicos en una moto frenaron delante mío cuando cruzaba
una esquina, entonces me di cuenta que algo estaba fuera de lugar, y era que
los de la moto me estaban asaltando.
—¡dale
gordito dale! ¡da da da no me hagas que te queme da da da porque sos boleta,
dame la guita! Gritaban.
Los
choros me miraban y yo los miraba… En ese momento pasó algo raro por mi cabeza,
era la cara del Conde Braulio y los unicornios maravillosos que me decían “…te llevas la
energía en el corazón para que enfrentes con valentía cualquier obstáculo que
se presente en tu camino…” de pronto, como nunca antes en mi vida,
desde mis entrañas, subió irreprimible una fuerza feroz, brutal, y mientras los
choros se me acercaban empecé a gritar y gritar y gritar, y grité tan fuerte
que se me salían los ojos, los choros no podían entender que me estaba pasando,
se miraban entre ellos y me miraban, yo los miraba y más le gritaba en sus
propias caras, los choros se asustaron tanto que subieron a la moto y se dieron
a la fuga sin llevarse nada.
Aquella
tarde, en esa solitaria esquina, fui testigo de algo nunca visto, mi coraje. Orgulloso
y pensativo, me oí decir: …y pensar que creí que el negro me había cagado 900
pesos…
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