¿Qué
es lo primero que hace un porteño cuando llega a las sierras? Grita. Grita como
si un hubiera un millón de personas esperando oír lo que va a decir, y somos
once con dos perros que estamos dispersos alrededor de la hoya del río haciendo
la siesta. El porteño le grita a su esposa que está al lado: ¡vistes, que paisaje,
vistes, boluda! Y la esposa que parece sorda mira el hilito de agua que corre
por las piedras. Ya no se escucha el río, ni los pájaros ni nada, solo al
porteño gritando que el agua está fría. La gente se mira, algunos empiezan a
levantar sus cosas. La esposa parece acostumbrada a los gritos, está como
ausente con su teléfono celular y ve a su marido como un retardado. Perdón, el
que lo ve así soy yo, que dormía la siesta hasta que escuché gritar al porteño:
¡sacame una foto acá, no, mejor acá, dale, otra más! Grita como si estuviera al
otro lado del dique San Roque pero está a dos miserables metros de su esposa. No
entiendo porque grita. El porteño hace dos pasos en el agua y parece que no va
a sobrevivir, tiene los pies finitos y un panzón blanco de protector solar que
no puede controlar, da ternura, pero vuelve a gritar: ¡usá el zoom usá el zoom,
boluda, es el botonshito del costado! No
se da cuenta, que la esposa sigue ahí, a dos metros. Creo que necesita cariño. Grita
porque quiere que todos veamos, que todos sepamos que él está ahí, y que se
porta bien, como si fuera un niño con miedo a que lo reten. Parece que busca
consuelo que le calme el miedo que esconde a su propia insignificancia. Entonces
vuelve a gritar: ¡vistes que está lleno de pescaditos, vistes! Ahora el que da ternura y necesita un abrazo
fuerte soy yo. Porque ya no puedo esconder la angustia y la bronca que me da
escuchar sus gritos. Un lagrimón se me quiere salir, igual que a un niño cuando
le quitan su juguete culpa de otro que se portó mal, uno porteño gritón y
miedoso, que no me va a dejar dormir la siesta en el medio del campo.
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