Dos o tres veces por semana, Don Poldo
hacía una paradita en el bar de la esquina. Le gustaba sentarse en la mesa de siempre, la
del rincón al lado de la ventana. Decía
en broma que la ocupaba para espiar a los novios que se juntaban en la plaza. En realidad, Poldo iba al bodegón por Mabel,
la dueña.
Para él, los mejores días eran aquellos
en que llegaba al bar y no había nadie, porque Ella era exclusiva para
atenderlo. Él le presumía recordándole
la primera vez que la vio llegar al barrio. Adrede, repetía que nunca había olvidado aquel
momento, ella, en cambio coqueteaba haciéndose la distraída y repitiendo la
misma respuesta de siempre, para que Poldo contara de nuevo la historia.
-…cuando vos llegaste, San Vicente no
es el barrio que es hoy, claro, ha cambiado mucho, antes había más industrias,
fábricas y la mitad de bares. Todos nos pusimos contentos cuando vimos que
abrías el bar, pero la verdad verdadera, estábamos más contentos por la dueña…
El tono cómplice y aniñado que salía de Poldo, sonrojaba a Mabel que no podía
evitar sonreírse de él.
Juntos compartían lindos momentos,
charlas de confesionario y el cotilleo nuestro de cada día.
Si algo a veces brillaba en los ojos de
Poldo, era la esperanza de que un día ella aceptase ser querida por él. El viejo Poldo anhelaba volver a sentir que
había alguien que lo esperara al final del día, que lo echara de menos cuando
no estaba o que simplemente se preocupara por él con un poco de cariño.
Con el correr del tiempo y como toda
mujer madura, Mabel había desarrollado agudamente el sentido de la observación y,
con esto había puesto bajo examen todo lo que hacía o dejaba de hacer Poldo,
para conocer cuáles eran las verdaderas intenciones del cortejo que él le dispensaba.
Es que Mabel, tenía por costumbre dudar
siempre de las intenciones de los hombres que se le acercaban, secretamente,
tenía sus motivos para hacerlo. Ella
sostenía que el tiempo era la prueba que definía el verdadero amor de un hombre
a una mujer. Si perseveraba, valía. Si no,
no era nada más que un romance de estación. Y, a Mabel, ya no le interesaban
las promesas que no florecían. Sin
embargo sabía que algo pasaba porque ya no podía negar que cuando Poldo no
aparecía por el bar, mandaba algún chico de la plaza a averiguar si le había
pasado algo con la diabetes.
Ambos, a su forma, tenían una relación
de amor.
Don Leopoldo Berezarteaga era del
barrio, como la plaza, como la parroquia y como el bar de Mabel. Laburador. Se lo conocía por bueno y por caballero. Después de enviudar se volvió frugal y un poco
solitario, pero siempre un tipo macanudo y bien querido por todos. En el Haber de sus romances, tenía sólo una
conquista, la novia la que lo desposó y que años después lo enviudó.
Si de mujeres fuertes se trataba, Mabel
Eleonora Albarracín era una campeona. A
fuerza de trabajo y tesón se había ganado el respeto de los hombres del barrio
y la admiración de las mujeres. Siempre
supo pelear por lo suyo, y salir adelante en todos los momentos duros de su
vida, que no fueron pocos. Mabi, había
llegado al barrio en 1959, cuando apenas era una pibita. Venía de una familia acaudalada y muy
influyente en las decisiones de políticas de su pueblo, Inriville, cerquita del
límite con Santa Fe. Había perdido a su
madre de niña y aunque intentaba guardar en la memoria los pocos recuerdos que
tenía de ella, ya casi no la podía recordar. Con su padre le pasaba todo lo contrario,
deseaba olvidarlo, borrarlo de su vida, pero no lo lograba. Sentía su presencia permanentemente,
persiguiéndola en silencio, corrigiéndola en público. No podía perdonarlo por haberla obligado a
mudarse a la casa de una tía en Capital cuando quedó embarazada, y él, no podía
aceptar el embarazo sin el matrimonio, pero aceptó condenar a su hija y al hijo
de su hija que venía en camino, al destierro y el olvido, porque nunca más se
volvieron a ver las caras.
Poldo, que había tenido una linda
infancia, y a su padre como mejor amigo, jamás había podido superar la muerte
de su compañera. Agradecía haber
conocido el amor, pero lamentaba profundamente lo poco que había durado el goce
del amor, tan poco, que a veces no podía recordar que sabor tenía. De tanto en tanto, normalmente algún domingo,
Poldo se enojaba mucho con todo y hasta maldecía con alguna lágrima en los ojos
haberse enamorado como se enamoró para que durara tan poco.
Don Lucero Albarracín, papá de Mabel,
no fue el único hombre que dejó una huella en la vida de ella. El día que abandonó el pueblo, en el andén de
la estación de trenes, entre su equipaje y sus sentimientos, ella hizo lugar en
su corazón para llevarse consigo la promesa de amor eterno que le daba el
hombre que, en ese momento, llenaba sus sueños, Marcelino Boggetti, el papá de
su hijo. Él juró que la buscaría, que
serían una familia para siempre…
Mabel amarró su vida a aquella promesa
y lo esperó, lo pensó, lo amó, lo lloró y le escribió noventa y nueve cartas. Pero no hubo más respuesta que el silencio. Varios años después, más de diez, la mañana de
un primero de enero, mientras contemplaba el sueño de su hijo al que veía
crecer como un río en temporal, se dio cuenta que su vida no era sólo el sueño
de una familia feliz. Sintió que una
parte de su corazón se petrificaba, que algo en ella se moría, pero al mismo
tiempo, algo nuevo nacía; comprendió que él jamás vendría y que su vida estaba
ahí, al frente de sus ojos, durmiendo inocente e inofensivamente, podía
palparla con la yema de sus dedos, era real y era ahora; entonces salió de la
habitación en silencio y se dirigió al patio de la casa a llorar un río al alba
de un año que recién amanecía. Cuando se
sosegó, entró a la casa, y al cerrar la puerta, cerró su corazón.
Pasaron varias temporadas. La plaza del Mercado en San Vicente, fue
testigo de un amor mudo. Poldo yendo de
la casa al trabajo y del trabajo al bar con la ilusión de un amor que no podía
alcanzar y una soledad que no se animó a cambiar; Ella, con la tenacidad de una
fiera indomable, soportando todo este tiempo el dolor de mantener una herida
abierta para recordarse que no debía olvidar.
Pero ni todo el dolor del mundo podía
reprimir que los dos se gustasen como niños, y que ambos se conformasen como
adultos con una amistad sincera y dulce, que significaba un regalo de cariño
sin riesgos.
Una dualidad los unía aún más: ambos
anhelaban que el destino diera una señal, pero, al mismo tiempo, desdeñaban que
el amor hubiera llegado tan tarde a sus vidas.
Ellos no lo sabían. El inconfesable
temor de cambiar dolor por deseo les vedaba reconocer que uno era al otro, la
pieza que los ensamblaba en los engranajes de la vida. Él deseaba que alguien
lo esperara y ella se preocupaba cuando él no aparecía; Mabel anhelaba un
compañero que la tratara con dulzura y, él se olvidaba de la hora cuando estaba
cerca de ella; Mabi no quería dormir sola y Poldo quería dormir con ella; él la
imaginaba todas las noches y ella también. Eran uno y el espejo. Mabel soñaba con escuchar que alguien dijera “que
linda estás hoy” y Poldo le había escrito un poema que no se animaba a darle. Ella temía volver a sufrir. Él, también.
Lejos y cerca, uno gira en torno al
otro. Cuando uno engrana y se acerca al
corazón que tiene por eje, el otro se aleja y desangra un amor irreparable.
Pero el engranaje que mueve el tiempo,
no se detiene, es inevitable, y en un punto de la rueda, forzosamente, habrá
una coincidencia.
Una mañana, insensatamente, Don Poldo
descuidó su medicación y sufrió una descompensación en el trabajo. Estuvo internado un mes y un par de días por
un coma diabético. Ese mismo mes, Mabel
se desvivía por evitar lo inevitable, que el banco ejecutara la hipoteca del
bar. Orgullosa como era, no había dicho
nada sobre las deudas que tenía el negocio y se pasó cada día de la internación
de Poldo, haciendo todo lo posible para conseguir un crédito o una prórroga del
remate, estaba desesperada, sin tiempo
para preguntarse por Poldo, y Poldo, entre médicos y medicaciones no pudo
sentir otro miedo ni dolor que el de él mismo.
El destino, los coincidió en la no coincidencia, fatalidad irreparable
para algunos.
Cuando Poldo recibió el alta, sólo
llegó a leer el oficio judicial pegado en la puerta del bar: “CERRADO POR
QUIEBRA – BANCARROTA - JUZGADO DE PRIMERA INSTANCIA Y 24 NOMINACION DECLARA LA
QUIEBRA/BANCARROTA Y ORDENA EL REMATE…”
Mabel Eleonora y Leopoldo Berezarteaga perdieron
el contacto.
Un año después, un domingo de otoño,
pero de esos domingos que enojaban mucho a Poldo, en la plaza del Mercado, al
frente del viejo bar que había pertenecido a Mabel, un vecino le contó a Poldo
que doña Mabel se había mudado a Ushuaia, a vivir con su hijo.
Don Poldo no dijo nada.
Se contestó en un pensamiento: no
hubiera sido posible.
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