Tengo
muy buenas noticias para mí: Me voy de vacaciones. Sí, por fin.
Después de tantos años llegó el momento de cumplir aquella promesa
que me hice cuando todavía era mocoso:
¡Me
voy a ver el mundial a Italia!
Sí,
ya sé que el mundial es en Brasil. Una cagada que justo cuando yo
puedo viajar a Italia el mundial se juegue en Brasil. ¡24 años
ahorrando peso a peso, moneda a moneda para ir a Italia a ver el
mundial y lo hacen en Brasil! ¡24 años tarareando la canción
italiana con la piel de gallina! ¡24 años! Sono
fori, un giorno trisstísimo.
— ¡Ojo! no me estoy quejando, siempre digo que soy un tipo con
mucha suerte, una suerte muy particular— Sucede que cuando tenía
diez inocentes años vi el primer mundial que recuerdo y, hasta el
día de hoy me lo acuerdo a flor de piel. ¡Por Dios lo que fue
escuchar esa canción! Por aquellos tiempos yo daba mis primeros
trotes atrás de la pelota, me inicié donde todos se negaban, el
arco y, verlo al Goyco atajar un penal y salir corriendo a festejarlo
con todo el equipo fue un retrato que nunca más vi y nunca más se
borró. Aquellas imágenes se prendieron en las retinas y en el
corazón al mismo instante que juré, que yo iba a estar ahí, sin
importarme nada más, ni el tiempo ni el dinero, yo iba a estar en
Italia ´90. Me prometí.
Qué
se le va a hacer, no será noventa pero sigue siendo Italia.
De
todos modos, ya no me interesa tanto el fútbol como cuando tenía
diez años. Me harté de ser el mejor arquero suplente del suplente.
Casi no me interesa nada, salvo si hay asado y juega el Amargo Único,
entonces sí, el deporte es muy importante. Además, ya tengo los
huevos gastados de ver cómo la gente se come todo a través del
fútbol, bien gastados. La última vez que fui a la cancha, un
pendejo de nueve años me llenó de Poxirán la remera, encima me
robó la billetera. A la semana siguiente, caminando por el centro,
una protesta de docentes reclamando aumento salarial estaba
encabezada por la barra brava de Instituto bombos, bombas, platillos
y el pendejo. No fui más a la cancha y, desde entonces hasta ahora,
todo me sigue confirmando que no debo volver.
Como
sea que sea, cumplirse promesas uno mismo es importante y está
bueno, viajar también. Hace mucho que no tomo vacaciones, en
realidad, ni sé lo que es estar de vacaciones. Es más yo no dije
"me voy de vacaciones y se van a cagar todos". No, nada que
ver. Me obligó mi psicóloga cuando le confesé que me partía el
alma mirar a mi perra a los ojos y que nunca me conteste. Mi perra no
me va hablar nunca y no puedo con tanta tristeza. Ese día me quebré
y lloré como un niño. Lloré como cuando tenía diez años y
perdimos la final contra Alemania.
—Tenés
que ir a Italia y cerrar con este trauma —dijo
Gabi, mi psico.
—¿Estas
segura? —dudé yo.
—Eso
debés saberlo vos. Pero sí, tenés que irte urgente —cerró
sesión.
Después
de la
Gabi me puse a buscar precios y conseguí un paquete muy bueno:
habitación doble, desayuno, ñoba
privado y guifí a
10 euros el día en un convento de monjitas silenciosas cerca del
Vaticano.
Y
acá estoy. Esperando que llegue el avión para cruzar el charco.
Hace un frío de cagarse en Córdoba y yo me pregunto ¿A qué clase
de hijo de puta se le puede ocurrir poner un vuelo a las cuatro de la
mañana? ¿A qué voy a Italia? ¿Por qué en el único lugar que
siento claustrofobia es adentro de un avión? ¿Y si se me despierta
el asesino serial a mitad del vuelo? ¿Por qué le hice caso a la
Gabi? ¿Por qué si todavía no me fui ya quiero volver? ¿Cómo hace
mi novia para dormir en estos asientos? ¿Habrá tomado alguna
pastilla sin decirme nada? Estos son los momentos en que siento que
escribir me salva la vida. Son los espacios que me desconectan,
pliegues donde soy, rincones donde habito. Me hace bien imaginar que
voy a escribir mucho en mis vacaciones. Espero regresar con el
segundo libro terminado y contarles cómo se va a llamar y mostrarles
la tapa que diseñó la Gabi Figueredo y hartarlos para me acompañen
en la presentación. También me para los pezones ir cronicando el
viaje, compartiendo lo que veo, lo que siento, lo que como, lo que
camino, llevándolos conmigo sin pagar afip, sin controles de aduana.
Ahora
nos llaman por el alta voz. El aeropuerto está vacío, salvo por un
puñado de pasajeros con cara de culo que empiezan a desperezarse y
encaran para la puerta. Es raro, no hubo despedidas ni abrazos
desgarradores ni lagrimones estrujados. Todo parece un continuar indiferente, anónimo y silencioso, como si el destino estuviera esperando en otro lado, como si el presente estuviera de paso. Este es el color de las terminales.
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