Desperté desesperado.
Compungido por un angustioso e imperativo impulso de escribir lo que había
soñado. Enloquecido me urgía encontrar las palabras exactas para decodificar el
mensaje que había recibido. Tenía la esperanza, mínima pero esperanza al fin, de que me
tranquilizaría si las encontraba, y no sé por qué también pensé que algo o
alguien bueno o milagroso iba a sucederme o aparecerse en mi vida y me
felicitaría regalándome un milagro o un deseo. Empecé a anotar sin filtros todo
lo que se me venía a la mente y lo primero que escribí fue:
“Un pedo
sin olor no es un pedo”
Pero no. Me resistía.
Me parecía flojito, quién podría
regalarme un milagro por algo así, nadie. Decidí aclarar mis sentimientos. Ir más allá
de la idea. Taché la primera oración y debajo escribí:
“Hoy
choque el auto y a mí sólo se me ocurre amarte”
Pero me invadió una
tristeza desgarradora al darme cuenta de que no me duele tanto que ya no estés,
sino saber que ya no volverás, ni seremos juntos lo que fuimos, lo que soñamos
que seríamos. El sin sabor de los besos que no nos daremos se hizo lágrima amargamente
dulce y casi me desplomo otra vez. Pero no. Esta vez previne el derrape y volví
a anotar:
“Ni la tierra sabe dónde nos lleva” (con puntos suspensivos).
Logré un poco de
alivio, pero no lo suficiente. Me sentía cerca de encontrar la respuesta pero
seguía dentro de mí la urgente angustia de llegar a un sitio seguro donde
desembarcar. Decidí ser auténtico, honesto y que pese a cualquier prejuicio o
circunstancia adversa debía decirlo. Entonces escribí:
“Un pedo sin olor es un pedo inofensivo”
Pero recordé a mis amigos del secundario cuando se ponían un
encendedor en el culo y competían por quién lograba hacer la llama más grande
con el gas del pedo. Reviví el peligro cerca de los huevos y el pavor de que un
padre salesiano nos descubriera de cantos abiertos jugando con fuego, y me
atacó el pánico. Pánico de ser descubierto, del castigo y de la culpa, de no
vencer el qué dirán, de que me obliguen a bastardear el perdón. Me hice frágil
por un instante casi eterno. Cerré los ojos con fuerza, quería volver al sueño,
pero ya estaba agitado por el julepe de que mañana no estemos y de que hoy haya
sido en vano por faltarme el valor de hacer lo que tengo que hacer, y
vertiginosamente sentí que me caía de jeta contra la respuesta que buscaba y
desesperado anoté:
“hoy es irrecuperable”
y casi
sin dejar espacio aplicando toda la fuerza de mi mente para que no se me atore
la burra escribí:
“somos tan fugaces como un pedo”
Y la ficha cayó. Había comprendido el mensaje del sueño.
La idea secreta se reveló en este parloteo mental:
“No importa el olor, ni el ruido, ni las sorpresitas; lo
importante es que cada uno sea feliz con sus pedos”
Entonces tomé de mi universo interno el coraje que me faltaba
y tuve el valor para hacer lo que tenía que hacer, me levanté de la butaca y
fui al baño del colectivo, sin importarme el qué dirán.
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