Un
día te levantás de la cama media hora antes de que suene el despertador. Todavía
no aclaró y despertás como si no hubieras dormido nada en toda la noche. Un
silencio raro hace ruido. Mirás a tu alrededor sin mover la cabeza de la
almohada, reconoces todo el entorno, el mismo orden y desorden de todos los días.
La primera impresión que se te viene es que te quedaste dormido, pero el reloj
te desilusiona. Todavía quedan restos de un sueño para seguir en la cama. En el
segundo intento, te querés volver a dormir, pero es al pedo, ya estás despierto
y las puertas del sueño te las cerraron en la cara. Te quedaste afuera, del
lado de la realidad. Increíble que eso suceda. La tercera es una pregunta ¿Cómo
desperté acá? Es mi casa, es mi dormitorio, es mi cama, es mi almohada, pero
¿Cómo llegué hasta acá?
Tú
mente normal repasa lo último que hiciste anoche. Regresaste cansado del
trabajo. No te acordás si viste al portero cuando entraste al edificio. Te
bañaste, fue una ducha rápida. Planeaste hacer una mini siesta, pero preferiste
poner música y ordenar el departamento. Sí. El portero estaba en el hall del
edificio. Lo viste cuando bajaste al kiosco. Cocinaste, sí. Ensalada de tomate
con una zanahoria rallada, huevo duro y milanesa de pollo. Mayonesa y jugo de
pomelo rosado. Terminaste de cenar y boludeaste en internet. Esa mierda de
Facebook cada vez es más mierda y la gente más pelotuda... Te enojaste, te
levantaste y fuiste al baño, hiciste pis y te quedaste en la cama. Te ibas a
levantar a apagar la computadora, pero te quedaste pegado a la cama.
Todo
esto hiciste ayer pero no es la respuesta. ¿Cómo llegué hasta acá? Te preguntas
de nuevo. Hay una cuestión de tiempos que te aturde el pensamiento.
¿Qué
hago ahora? Todo se vuelve tan incómodo y tan sospechoso cuando lo que sobra es
el tiempo que hasta da culpa y miedo.
Así
amanecí hoy.
Miré
el teléfono, no sé para qué, tal vez entraba un mensaje o un mail, pero nada. Refunfuñé
como viejo porque madrugué como un viejo y después de hacer no sé qué cosa y
después de ver una docena de veces más el teléfono logré que coincidiera mi
cabeza con la hora normal de salir al laburo. Y salí, como un día más. O como
un día menos. Fue una jornada repetida, idéntica de principio a fin que sería
imposible separarla y distinguirla del resto de los días de la semana. No sobrevivió
un rostro ni una sonrisa ni una puteada o un chiste que haya logrado vencer el
olvido conquistando un recuerdo.
Nada de nada.
De
aquél día sólo me acuerdo lo siguiente.
Recuerdo
que salí del edificio y caminé una cuadra por Mariano Moreno hasta la esquina
del bulevar y allí me quedé tildado esperando que la tormenta se desate en mi
cabeza. El cielo estaba negro, las nubes infladas con el smog de los colectivos
estaban enganchadas en los balcones vacíos de los edificios más altos del
bulevar, a punto de reventar. El temporal traía viento caliente del norte y mucha
tierra de las obras. En pocos segundos no pudo verse más nada, ni siquiera la
luz del semáforo que tenía al frente.
Apenas
se podían ver las luces amarillentas de los autos que pasaban cerca de la
vereda que parecían velas ahogándose adentro de las ópticas. El caos de un
viento enfurecido estaba frente a mis ojos ciegos.
La
tormenta me había encerrado contra el enchapado de un edificio en construcción
que apenas me guarecía.
En
la esquina de Mariano Moreno y San Juan se apagó el tiempo, y la luz, y los
movimientos, y las personas, y los semáforos, y los autos. Pensé que el próximo
en apagarse sería yo, pero no me apagué, sólo cerré los ojos por la tierra y me
cubrí la cara para respirar sin tragarme el polvo.
Después
de ratito de no sé cuántos minutos, lenta y premeditadamente el tiempo se
encendió y los segundos fríos empezaron a llover a chorros.
En
el suelo se estrellaban sin piedad las rocas blancas de hielo escupidas desde
el opaco cielo; se estrellaban sin piedad y antes de que el agua cayera me
acordé de vos y me acordé de mí cuando éramos nosotros, vi como nuestros sueños
se estrellaban sin pena ni gloria contra el hormigón de una calle vulgar; y la
puta, cómo duele escuchar los golpes; pero la puta, cómo duele ver el hielo
trillado multiplicarse en el suelo. Entonces te recordé otra vez diciéndome que
amabas las tormentas y me recordé diciéndote que amaba tus ojos, te reíste con
ternura pero no me creíste, te dije que amaba el refugio en tu pecho y me
miraste rara, devolviéndome un beso en la frente. Un beso que hoy se va con el
agua de la lluvia en la calle y que añoro con desconsuelo, pero, aunque mañana,
al despertar, el sol brille como antes, esta es la última tormenta que me
recuerda que ya no somos nuestros sueños.
No hay comentarios:
Publicar un comentario