-Regreso enseguida, no le abras la puerta a nadie hasta que
yo vuelva, y más vale, que te portes bien con tu hermano. Dijo la mamá, que
siempre daba las indicaciones al mayor de los hijos, luego, cerró la puerta y
salió con el changuito de las compras. Con las caritas pegadas a la ventana y las
narices dobladas hacia arriba, los hijos la ven marcharse, bamboleando la
pollera que enseñaba las medias ajustadas hasta a las rodillas.
-Ahí se va la mama. Dijo el más pequeño dando pequeños saltitos
para verla un poco más.
Se va rumbeando pa´ la feria, saludando vecinos con changuitos
que aceleran para llegar primeros al puesto de los churros.
Mamá nos había enseñado muy bien como debíamos comportarnos cuando
quedábamos solos en casa –con juicio, compórtense con juicio, nos gritaba a
menudo-. Nos había explicado que cuando
Ella no estaba, Jesús cuidaba de nosotros. Él, sabía todo lo que pasaba en todas partes del
mundo y también sabía como nos portábamos, nada pasaba sin que él no lo supiera.
A la teoría de mamá, la reforzaba la
seño de catequesis en la parroquia. Ella
nos preparaba para la comunión en el salón parroquial, y donde daba las clases había
un crucifijo enorme, con un Cristo que nos observaba todo el tiempo, siempre
con cara triste, la barba llena de tierra, las rodillas descascaradas y tela arañas
en las axilas. La catequista, a
diferencia de mamá, era rigurosamente más cristiana, y según Ella, Cristo, cuando
lo considerase necesario, vendría a buscarnos para decirnos lo que habíamos hecho
mal.
En casa, también teníamos un crucifijo, pero no tan grande y
en la sala había un cuadro del Sagrado Corazón que según las vecinas que
visitaban a mi madre, juraban que cada vez que pasaban por el frente del
cuadro, Jesús las seguía con la mirada.
Aquella mañana, cuando mamá salió de compras, y nos dijo con
tono de enojo que nos portáramos bien, no lo decía por las dudas ni por mala, lo
decía porque nos conocía, como si nos hubiera parido. Viejita linda, todo lo que había renegado con
los varones, en la cuadra todos conocían sus gritos, le sacábamos canas de
todos los colores y por ayudarnos con la tarea de la escuela ni tiempo de ir a
la peluquería le quedaba, menos cuando en la escuela daban tema nuevo y no lo entendíamos
o Ella no lo recordaba, entonces sacaba
de sus ahorritos –bien escondidos-
bollitos de billetes arrugados para mandarnos a la particular; a pesar de todo, a mamá nunca se le apagaba el
brillo de los ojos, ni la sonrisa que todo lo llenaba de amor y alegría. Tenía una sonrisa única, llena de luz, verla
era entender que todo estaba bien, que no había nada que temer, sin esa sonrisa
no había verdad que aceptáramos.
Pero los hijos, hijos son. Y si son varones más hijos son.
Para mi hermanito y para mí, la casa sola era una fuente de aventuras. Habíamos aprendido a contar el tiempo que
mamá demoraba en las compras, dependiendo si salía con el changuito o no, si
iba sólo por el pan y la leche o también pasaba por la verdulería. Podíamos ordenar cualquier desastre para que
no se dé cuenta de lo que habíamos hecho.
Con el tiempo contado hacíamos lo que queríamos.
Teníamos pasión por revisar las cosas de los cajones. Nos subíamos a la mesada para abrir la alacena
y encontrar alguna moneda suelta por ahí, minuciosamente dábamos vuelta todo lo
que revolvíamos. Había un lugar que era nuestro preferido para el espionaje, el
de mayor adrenalina, el dormitorio de ellos, nuestros padres.
Los cajones de la mesa de luz y los del ropero eran un
objetivo fijo, también hurgábamos los bolsillos de las camperas, los sacos y
los pantalones y aquél día no fue la excepción. Apenas mamá salió de casa, vasto una mirada cómplice,
y sin decir ni una palabra fuimos derecho a la habitación de Ellos.
-Yo “investigo” acá, vos, anda allá –Sí. Eso era trabajar en equipo y no macana.
Nos encontrábamos en plena faena de exploración, a punto de
descubrir que escondían los padres a los hijos en esos sitios que nos prohibían
abrir, cuando de repente, oímos el timbre.
Fue un segundo de mutismo, uno en cada punta del dormitorio, mirándonos
en silencio, esperando –deseando- que ese timbre delator no volviera a sonar. Tensión.
Mucha tensión. La habitación se volvió
fría en un pestañeo, parecía que el sol que entraba por la ventana ya no
entibiaba más, y el timbre volvió a chillar.
Mi hermanito se puso tembloroso, rápidamente quiso guardar
todo dentro del cajón pero tiró al piso la mitad de los collares de mamá.
–No, tonto, ¿qué
haces? Deja todo, yo lo guardo vos anda a ver quien es, pero no abras a nadie
he!! Ordené instintivamente y obedeció. Empecé a ordenar cada cosa en su sitio
y en eso estaba cuando mi hermanito regresó desesperado, estaba muy asustado
como si hubiera visto un fantasma.
-¿Qué pasa? ¿Llegó papá? (era lo único que podía asustarlo
así, que papá nos encontrará revisando sus cosas, era muy grave) mi hermanito
no contestaba, sólo lloriqueaba angustioso, como pidiendo perdón
anticipadamente.
-¿Qué pasa? ¡Dale habla! ¿Quién vino?
-Es Jesús. Dijo palideciente.
-¿Quién?
-Jesús, es Jesús. Dijo otra vez –vino sin la cruz y tiene
martillo y un clavo enorme en las manos. Agregó moqueando desconsoladamente.
El miedo y la culpa se habían apoderado de nosotros como si
fuéramos marionetitas cuando el timbre sonó por tercera vez y el enano me
abrazó fuerte.
Nos acercamos juntos a la puerta, despacio, sin aproximarnos
mucho para que de afuera no se dieran cuenta de que estábamos ahí. Mi hermanito tenía razón, ahí estaba Jesús,
alto, robusto, el pelo no tan largo, pero no había dudas, era Jesús tocando el
timbre de casa.
Una vocecita fina y tímida salió del fondo mi garganta
-¿Quién es?
-Soy Jesús. Contestó la figura con voz gruesa y serena. Mi hermanito
no aguantó más y gritó:
-¡¡Váyase!!
Del otro lado de la puerta Jesús respondió
-Me han pedido que venga.
En cuanto lo oímos, salimos corriendo y nos encerramos en el ropero,
abrazados, rezábamos esperando que se vaya hasta que quedamos medio dormidos.
Cuando escuchamos que la puerta de calle se abrió, despertamos.
Habíamos perdido la noción del tiempo pero no la del miedo, y
cuando escuchamos la voz de mamá que decía Chicos
llegué, salimos del ropero tropezándonos como monitos en busca de la
sonrisa, pero cuando la vimos quedamos helados -Madre dijo- pasé Jesús, por
acá por favor, detrás de Ella apareció
él, alto, robusto, pelo no tan largo, barba gris, traía un martillo y un clavo enorme.
Jesús nos miró fijo a los dos, parecía
enojado, caminó pausadamente como sólo Jesús podía hacerlo, mientras madre lo
guio hasta el baño, pues, Jesús, era el plomero del barrio que mamá había
llamado para que arreglara una pérdida.
Mi hermanito y yo, no volvimos a asustarnos tanto como aquel
día aunque, de tanto en tanto, seguimos revisando los secretos que guardan
algunos cajones.
A Mariano, con amor de hermano.