27 de mayo de 2012

Con el tiempo contado.




-Regreso enseguida, no le abras la puerta a nadie hasta que yo vuelva, y más vale, que te portes bien con tu hermano. Dijo la mamá, que siempre daba las indicaciones al mayor de los hijos, luego, cerró la puerta y salió con el changuito de las compras.  Con las caritas pegadas a la ventana y las narices dobladas hacia arriba, los hijos la ven marcharse, bamboleando la pollera que enseñaba las medias ajustadas hasta a las rodillas.       
-Ahí se va la mama. Dijo el más pequeño dando pequeños saltitos para verla un poco más.
Se va rumbeando pa´ la feria, saludando vecinos con changuitos que aceleran para llegar primeros al puesto de los churros.
Mamá nos había enseñado muy bien como debíamos comportarnos cuando quedábamos solos en casa –con juicio, compórtense con juicio, nos gritaba a menudo-.  Nos había explicado que cuando Ella no estaba, Jesús cuidaba de nosotros.  Él, sabía todo lo que pasaba en todas partes del mundo y también sabía como nos portábamos, nada pasaba sin que él no lo supiera.  A la teoría de mamá, la reforzaba la seño de catequesis en la parroquia.  Ella nos preparaba para la comunión en el salón parroquial, y donde daba las clases había un crucifijo enorme, con un Cristo que nos observaba todo el tiempo, siempre con cara triste, la barba llena de tierra, las rodillas descascaradas y tela arañas en las axilas.  La catequista, a diferencia de mamá, era rigurosamente más cristiana, y según Ella, Cristo, cuando lo considerase necesario, vendría a buscarnos para decirnos lo que habíamos hecho mal.
En casa, también teníamos un crucifijo, pero no tan grande y en la sala había un cuadro del Sagrado Corazón que según las vecinas que visitaban a mi madre, juraban que cada vez que pasaban por el frente del cuadro, Jesús las seguía con la mirada. 
Aquella mañana, cuando mamá salió de compras, y nos dijo con tono de enojo que nos portáramos bien, no lo decía por las dudas ni por mala, lo decía porque nos conocía, como si nos hubiera parido.  Viejita linda, todo lo que había renegado con los varones, en la cuadra todos conocían sus gritos, le sacábamos canas de todos los colores y por ayudarnos con la tarea de la escuela ni tiempo de ir a la peluquería le quedaba, menos cuando en la escuela daban tema nuevo y no lo entendíamos o  Ella no lo recordaba, entonces sacaba de sus ahorritos –bien escondidos-  bollitos de billetes arrugados para mandarnos a la particular;  a pesar de todo, a mamá nunca se le apagaba el brillo de los ojos, ni la sonrisa que todo lo llenaba de amor y alegría.  Tenía una sonrisa única, llena de luz, verla era entender que todo estaba bien, que no había nada que temer, sin esa sonrisa no había verdad que aceptáramos.
Pero los hijos, hijos son. Y si son varones más hijos son. Para mi hermanito y para mí, la casa sola era una fuente de aventuras.  Habíamos aprendido a contar el tiempo que mamá demoraba en las compras, dependiendo si salía con el changuito o no, si iba sólo por el pan y la leche o también pasaba por la verdulería.  Podíamos ordenar cualquier desastre para que no se dé cuenta de lo que habíamos hecho.  Con el tiempo contado hacíamos lo que queríamos.  
Teníamos pasión por revisar las cosas de los cajones.  Nos subíamos a la mesada para abrir la alacena y encontrar alguna moneda suelta por ahí, minuciosamente dábamos vuelta todo lo que revolvíamos. Había un lugar que era nuestro preferido para el espionaje, el de mayor adrenalina, el dormitorio de ellos, nuestros padres. 
Los cajones de la mesa de luz y los del ropero eran un objetivo fijo, también hurgábamos los bolsillos de las camperas, los sacos y los pantalones y aquél día no fue la excepción.  Apenas mamá salió de casa, vasto una mirada cómplice, y sin decir ni una palabra fuimos derecho a la habitación de Ellos.
-Yo “investigo” acá, vos, anda allá  –Sí.  Eso era trabajar en equipo y no macana.
Nos encontrábamos en plena faena de exploración, a punto de descubrir que escondían los padres a los hijos en esos sitios que nos prohibían abrir, cuando de repente, oímos el timbre.
Fue un segundo de mutismo,  uno en cada punta del dormitorio, mirándonos en silencio, esperando –deseando- que ese timbre delator no volviera a sonar. Tensión. Mucha tensión.  La habitación se volvió fría en un pestañeo, parecía que el sol que entraba por la ventana ya no entibiaba más, y el timbre volvió a chillar.
Mi hermanito se puso tembloroso, rápidamente quiso guardar todo dentro del cajón pero tiró al piso la mitad de los collares de mamá. 
 –No, tonto, ¿qué haces? Deja todo, yo lo guardo vos anda a ver quien es, pero no abras a nadie he!! Ordené instintivamente y obedeció. Empecé a ordenar cada cosa en su sitio y en eso estaba cuando mi hermanito regresó desesperado, estaba muy asustado como si hubiera visto un fantasma.
-¿Qué pasa? ¿Llegó papá? (era lo único que podía asustarlo así, que papá nos encontrará revisando sus cosas, era muy grave) mi hermanito no contestaba, sólo lloriqueaba angustioso, como pidiendo perdón anticipadamente.
-¿Qué pasa? ¡Dale habla! ¿Quién vino?
-Es Jesús. Dijo palideciente.
-¿Quién?
-Jesús, es Jesús. Dijo otra vez –vino sin la cruz y tiene martillo y un clavo enorme en las manos.  Agregó moqueando desconsoladamente.
El miedo y la culpa se habían apoderado de nosotros como si fuéramos marionetitas cuando el timbre sonó por tercera vez y el enano me abrazó fuerte.
Nos acercamos juntos a la puerta, despacio, sin aproximarnos mucho para que de afuera no se dieran cuenta de que estábamos ahí.  Mi hermanito tenía razón, ahí estaba Jesús, alto, robusto, el pelo no tan largo, pero no había dudas, era Jesús tocando el timbre de casa.  
Una vocecita fina y tímida salió del fondo mi garganta  
-¿Quién es?
-Soy Jesús. Contestó la figura con voz gruesa y serena. Mi hermanito no aguantó más y gritó:
-¡¡Váyase!!
Del otro lado de la puerta Jesús respondió
-Me han pedido que venga.  En cuanto lo oímos, salimos corriendo y nos encerramos en el ropero, abrazados, rezábamos esperando que se vaya hasta que quedamos medio dormidos.
Cuando escuchamos que la puerta de calle se abrió, despertamos.  
Habíamos perdido la noción del tiempo pero no la del miedo, y cuando escuchamos la voz de mamá que decía Chicos llegué, salimos del ropero tropezándonos como monitos en busca de la sonrisa, pero cuando la vimos quedamos helados -Madre dijo- pasé Jesús, por acá  por favor, detrás de Ella apareció él, alto, robusto, pelo no tan largo, barba gris, traía un martillo y un clavo enorme.  Jesús nos miró fijo a los dos, parecía enojado, caminó pausadamente como sólo Jesús podía hacerlo, mientras madre lo guio hasta el baño, pues, Jesús, era el plomero del barrio que mamá había llamado para que arreglara una pérdida.
Mi hermanito y yo, no volvimos a asustarnos tanto como aquel día aunque, de tanto en tanto, seguimos revisando los secretos que guardan algunos cajones.              

A Mariano, con amor de hermano.



3 de mayo de 2012

Engranajes.


                                                    

Dos o tres veces por semana Don Poldo paraba en el bar de la esquina.  Le gustaba sentarse en la mesa de siempre, la del rincón al lado de la ventana; decía en broma que la ocupaba para espiar a los novios que se juntaban en la plaza, pero en realidad, Poldo iba al bodegón del barrio por Liliana, la dueña.  Para él, los mejores días eran aquellos en que llegaba y no había clientes, porque Lili era exclusiva para conversar con él, le presumía recordándole la primera vez que la vio llegar al barrio, entonces repetía que nunca había olvidado aquel momento, y ella se hacía la distraída.  Juntos compartían lindos momentos, charlas de confesionario y el cotilleo nuestro de cada día.   Si algo, a veces brillaba en los ojos de Poldo, era la esperanza de que un día Ella acepte ser querida por él.  El viejo Poldo deseaba volver a sentir que había alguien que lo esperaba al final del día, que lo echaba de menos cuando no estaba o que  simplemente se preocupara por él con un poco de cariño, y era ésta mujer en el bar.  

Con el correr del tiempo y como toda mujer madura, la dueña del bar había desarrollado agudamente el sentido de la observación, y con esto, puesto bajo examen todo lo que hacía o dejaba de hacer Poldo para conocer cuales eran las verdaderas intenciones del cortejo, y si bien, siempre dudaba de las intenciones, cuando él no aparecía por el bar, mandaba algún chico de la plaza para averiguar si le había pasado algo con la diabetes.  

Don Leopoldo Berezarteaga era del barrio, como la plaza, como la parroquia y como el bar de Lili.  Se lo conocía por bueno y por caballero.  Después de enviudar se volvió frugal y un poco solitario, pero siempre un tipo macanudo y bien querido por todos.  Se le sabía una sola novia, la que lo desposó y al año de casados un cáncer se la llevó junto con el embarazo. 

En cambio, si de mujeres fuertes se trataba, Liliana Cortez Ortega era una campeona, que a fuerza de trabajo y tesón, se había ganado el respeto de los hombres en el bar y la admiración de las mujeres en el sector.  Siempre supo pelear por lo suyo y salir adelante en todos los momentos adversos de su vida, que no fueron pocos.  Crio y educó sola a su único hijo, lo cual le llenaba de orgullo.  Lili había llegado al barrio cuando apenas era una pibita.  Venía de una familia acaudalada  y muy influyente en las decisiones de políticas de su pueblo.  Había perdido a su madre siendo una niña y aunque intentaba guardar en la memoria los pocos recuerdos que tenía, ya casi no la podía recordar.  Con su padre, le pasaba todo lo contrario, deseaba olvidarlo, borrarlo de su vida, pero no lo lograba.  Sentía  su presencia permanentemente, persiguiéndola en silencio, corrigiéndola en público.  Lili no podía perdonarlo por haberla obligado a mudarse a la casa de su tía cuando quedó embarazada.  Él jamás había podido superar la muerte de su compañera y pensaba que todo lo que le pasaba a su hija, era por culpa de su madre ausente.  Pero el papá de Lili, no fue el único hombre que dejó una huella en su vida.  El día que abandonaba el pueblo, en el andén de la estación entre su equipaje y sus sentimientos, hizo lugar en su corazón para llevarse consigo la promesa de amor eterno que le daba el hombre que en ese momento llenaba sus sueños, el papá de su hijo, con lágrimas le juraba que la buscaría, que serían una familia para siempre.  Ella amarró su vida a aquella promesa, y lo esperó, y le mandó cartas, pero no hubo más respuesta que el silencio, hasta que varios años después, la mañana de un primero de enero, mientras contemplaba el sueño de su hijo, al que veía crecer como a un río en temporal, se dio cuenta, que su vida no era sólo el sueño de una familia feliz y sintió que una parte de su corazón se petrificaba, que algo se le moría; comprendió que la falta de respuesta era la respuesta, él jamás vendría.  Su vida estaba ahí, frente a sus ojos, podía palparla con la yema de sus dedos, era real y era ahora; entonces salió de la habitación en silencio y al salir, cerró su corazón.

Pasaron varias temporadas.  Poldo yendo de la casa al trabajo y del trabajo al bar con la ilusión de un amor que no podía alcanzar y una soledad que no se animó a cambiar; Lili, con la tenacidad de una fiera indomable soportó todo este tiempo el dolor de mantener una herida abierta para recordarse que no debía olvidar.   Pero ni todo el dolor del mundo podía reprimir que los dos se gustasen como niños y que se conformasen como adultos con una amistad sincera y dulce que significaba un regalo de cariño sin riesgos.  Una dualidad los unía aún más, ambos anhelaban que uno diera el primer paso y que el otro lo siguiera, pero desdeñaban que el amor haya llegado tan tarde. 

Ellos, no lo sabían, el inconfesable temor de cambiar dolor por deseo les vedaba reconocer, que uno era al otro, la pieza que lo ensamblaba en los engranajes de la vida: Él deseaba que alguien lo esperara y Ella se preocupaba cuando no aparecía; Lili anhelaba un compañero que la tratara con dulzura y él se olvidaba de la hora cuando estaba cerca de Ella; Lili no quería dormir sola y Poldo quería dormir con Ella; él la imaginaba todas las noches y Ella también, eran uno y el espejo. Lili soñaba con escuchar que alguien le dijera que linda estás y Poldo le había escrito un poema que no se animaba a darle.  Ella temía volver a sufrir y él también.  Pero lejos o cerca, uno giraba en torno al otro, cuando uno engranaba y se acercaba al corazón que tenía por eje, el otro se alejaba y desangraba un amor irreparable. 

El engranaje que mueve el tiempo no se detiene, es inevitable y en un punto de la rueda, forzosamente habrá una coincidencia.

Una mañana, inexplicablemente, Don Poldo descuidó su medicación y se descompensó en el trabajo.  Estuvo internado un mes y un par de días por un coma diabético.  Ese mismo mes, Lili se desvivía por evitar lo inevitable, que el banco le ejecutara la hipoteca sobre el bar.  Orgullosa como era, no había dicho nada sobre las deudas del negocio. Cuando Poldo recibió el alta, sólo llegó a leer el oficio judicial pegado en la puerta del bar  “…QUIEBRA/BANCARROTA – JUZGADO DE PRIMERA INSTANCIA Y 24 NOMINACION DECLARA LA QUIEBRA/BANCARROTA Y ORDENA EL REMATE…”    

Tiempo después, un vecino le contó que Liliana se había mudado a la ciudad donde vivía su hijo.  Don Poldo no dijo nada, se contestó en un pensamiento: No hubiera sido posible.