Allá, por principio de los noventa,
en el silencio de una siesta cordobesa…
No recuerdo bien, ¿Fue sábado o día
de semana? Me parece que fue un sábado, porque mis padres estaban en casa
honrando la sagrada siesta. Era una
tarde de calor abrazador, como solían decir “no andan ni las iguanas” En
casa, era sacrilegio interrumpir la
siesta. Estaba totalmente prohibido,
hacer el mínimo ruido mientras se dormía. Cualquier cosa que perturbara la siesta, era
merecedora de un severo chancletazo, más una penitencia que podía ser: no salir
a calle, no usar el family, o lo peor de lo peor: dormir la siesta con ellos.
Molestar en la siesta era peor que
una mala nota en la escuela, tanto así, que con mi hermano más chico, no podíamos
hacer otra cosa que jugar a los muditos, hasta que, más temprano que tarde, el
juego terminaba con una pelea, y los dos en penitencia. Un clásico de la
siesta.
Entre mis amigos, el que más prohibiciones
tenía era Yo. Si no era por la siesta,
era por las notas del colegio, pero siempre había un motivo para el “No”. Lo confieso: ¡Envidiaba a mis amigos! Siempre
estaban en la calle, no importaba el día ni la hora, como si no tuvieran casa; Yo,
sólo quería estar dar vueltas afuera, en la calle. Ser libre.
Mis amigos, sabían de mis
restricciones, pero eso, nunca fue impedimento.
Nada es imposible a esa edad, todo es cuestión de valientes y planes secretos.
Aquella tarde, mis amigos, vinieron a rescatarme de la
siesta. Conocían los horarios. Con destreza inaudita no aprendida en la
escuela, saltaban más medio metro de altura, y se colgaban de la reja de la
ventana de mi cuarto, espiaban, y una vez que comprobaban que no había peligro
suavemente golpeaban el vidrio hasta que los oía y me asomaba. A veces pasaban más de una hora y media
golpeando la ventana, y Yo no me enteraba hasta que ya no les importaba nada, y
empezaban gritar desde la vereda.
Que gracia me da recordarlos ahí
sentados, en el cordón de la vereda, aburridos, matando el tiempo con una
piedra, o comiendo las moras de la vecina.
No había más preocupaciones que no saber que hacer, y en la calle
siempre hay algo para hacer.
Volviendo a esa tarde, recuerdo ese
deseo incontrolable de querer salir que me quemaba por dentro. Me superaba la idea de estar con mis amigos
vagando por ahí. Estaba en mi cuarto, esperando que aparecieran
ellos y escuché, antes que golpearan la ventana, la risa de uno, salté de la
cama a la ventana como un gato, y cuando me vieron no entendían mi rostro ni
mis ojos saltones, me saludaron y fue suficiente para hacer lo que no debía
hacer. Les pedí que me esperaran en la
esquina para que no hicieran ruido, y cuando bajé de la ventana, en la puerta
del dormitorio, estaba firme mi hermanito.
Había escuchado toda la conversación y estaba tan dispuesto como Yo a salir. Lo noté en su mirada, estaba preparado para
extorsionarme si era necesario.
-Voy con vos. Dijo.
-NO. Contesté por reflejo.
Ninguno de los dos desvió la mirada,
el enfrentamiento era a duelo. Silencio. Miradas. Desafío.
De golpe, el pendejo gritó: ¡PAPA! y me
jodió.
Su intención era clara. Si no venía conmigo, no salía ninguno,
pues estaba dispuesto a acusarme, y Yo no podía correr el riesgo, así que acepté:
-Bueno. Pero vas hacer todo lo que yo
te diga y no vas hablar con ninguno de mis amigos.
Todavía no comprendo que quise
decir con esto. Pero quedó claro que no
me ganaba tan fácilmente.
Él, levantó los hombros, ni me miró y dijo indiferente:
-Bueno.
En puntas de pies cruzamos la cocina
hasta llegar a la puerta del patio. Atravesamos
el galpón, y por el enrejado del gallinero subimos al techo como, gatos. Pasamos la cornisa con cuidado para que no
retumbaran nuestros pasos, y por el poste del alumbrado público nos deslizamos hacía la
libertad.
Por la manera en que mi hermano descendió
por ese poste, me convencí que el enano ya se había fugado varias veces. Pero solo lo pensé, era mi hermano menor y no
era conveniente para mi reputación que él tuviera más andanzas que yo.
-Vamos, dije.
-¿A dónde vamos?
-Nos vamos al río.
Sus ojos se encendieron de emoción.
-¡Vamos! Remató con entusiasmo.
El río Suquía. El Suquía atraviesa la ciudad de norte a sur,
es un río bonito, excepto cuando su lecho franquea mi barrio que se convierte
en un verdadero basural. Igualmente nos
fascinaba caminar por ese estercolero donde tanto tesoros habíamos
descubiertos. Por la costanera de tierra, largamos a andar.
Mi hermano caminaba siempre un paso
detrás de nosotros, no hablaba con ninguno de mis amigos, como si viviera su
propia aventura sin nosotros. Fue entonces, después de caminar un par de
cuadras que Lucas, el más ciruja y callejero del grupo propuso: ¿Nos metemos al
río?
Confieso que la idea no me
gustó. El río estaba muy sucio y
crecido, tampoco podíamos esperar a que la ropa se nos secara para regresar a
casa, porque ya estarían despiertos mis padres, y mientras aún, especulaba en
mi cabeza todas estas objeciones, mis amigos, incluido mi hermano, ya se habían
descalzado y quitado la ropa que escondían entre la maleza para que una vez en
el agua, nadie se las robara.
La verdad, que fue divertido. Entre chapotazos y chistes, perdimos la noción
del tiempo y del lugar. Jugando a
desafiarnos fuimos adentrándonos en el río.
Lucas, se me acercó en complicidad
para que saliéramos del agua y escondiéramos la ropa a los otros dos como
broma. Salimos rápido para no dar
ventajas y desde arriba del barranco, justo cuando nos disponíamos a cometer
nuestro propósito, vi a mi hermano hundirse de repente, sus ojos se abrieron enormes
y se le pusieron rojos de desesperación, se ahogaba, tenía la boca abierta y se
desesperaba aún más, sus brazos revolvían el agua, se hundía y salía y se
volvía a hundir; Cacho que había quedado
en el agua con mi hermano, estiró su mano y trató de sujetarlo, pero el pánico
de mi hermano hizo hundirlo a él también.
Ahora, se ahogaban los dos. En el
fondo del río se abrió repentinamente un Ojo de Buey que los sorbía hacia
abajo, tragándolos con la fuerza de la corriente que había formado un molino de
agua con manga en un pozo de barro. La
corriente del agua los enredaba con algas, lodo y basura que traía el río. Lucas y yo, no podíamos movernos, estábamos
paralizados y mi hermano y un amigo se ahogaban en nuestras narices. El mundo se oscureció, y el tiempo se
paralizó, sólo podía oír a mi hermano que intentaba gritar, y nosotros
seguíamos paralizados. De repente, los
arbustos que nos rodeaban se movían con fuerza, pensé en el viento, en un
huracán, pero no distinguía nada, estaba atónito sin otro registro de lo que
pasaba a mi alrededor que no fuera el rostro de ellos. De golpe, alguien descendió por el barranco, corrió por
detrás nuestro y se zambullo en el agua, volvimos nuestras miradas hacía donde
habíamos oído el salto, y en el agua apareció un sujeto que en un abrir y
cerrar de ojos, rescató a mi hermano a y mi amigo. Un instante después, los arrimó a la orilla.
Con Lucas lo ayudamos a que salieran
del agua, mi hermano con la respiración entrecortada no para de llorar; Cacho
se acostó boca arriba para calmar su agitación.
El salvador de la tarde, casi de espalada a nosotros, nos dijo:
-Pendejos,
si no tienen más cuidado con los ojos de buey, la próxima no la cuentan. Luego de eso se fue.
Sí. Se fue. Después de arriesgar su vida, y de salvar la
de dos extraños sin pensar en nada, salió del río, se quitó unas algas de la
ropa, y se fue. No hubo dudas, no hizo
preguntas. No espero reconocimientos ni
recompensas. Hizo lo que sintió que
tenía que hacer, y sin mirar atrás, se fue.
Pero antes de que se marchara, distinguí algo en su cara que me llamó
mucho la atención, aunque no pude ver bien que era, pero jamás olvidé esa
expresión.
Nosotros, buscamos nuestras ropas y también
nos fuimos. Mi hermano y yo pudimos
regresar sin que nuestros padres se dieran cuenta de nada.
Ninguno volvió hablar de lo que pasó,
implícitamente hicimos un pacto de silencio que hoy rompo sin temor a faltar a
mi palabra.
Aquél hombre que salvó la vida de mi
hermano y la de mi amigo, no era anónimo, por el contrario, era un famoso
delincuente de la barriada, al que siempre era preferible perderlo que
encontrarlo. Lo único que Yo sabía de él,
además de algunas de las muchas historias criminales que le adjudicaban las
viejas del barrio, era que le decían “el Tuerto”
porque había perdido un ojo en un enfrentamiento con la policía y desde
entonces, usa un ojo de cristal. El
Tuerto no era menos que una leyenda viva.
Un mes después de aquella tarde, tal
vez un poco más, una noche cualquiera, en el centro de la ciudad, fue asaltada
una conocida joyería, hubo persecución y tiros, y también periodistas. El barrio se conmocionó, y en la panadería, y
en la gomería, en la carnicería y en la peluquería, todos hablaban de lo mismo,
el robo de la joyería. En los medios
informaban: El
malhechor al ver frustrado su plan delictivo habría intentado darse a la fuga
abriendo fuego contra el personal policial que lo perseguía, resultando el
malviviente abatido por el accionar policial. Un tal “Tuerto” había muerto.
Entonces recordé aquella expresión
que tanto me llamó la atención en su cara, lo recordé a la perfección, como si fuera una revelación, y supe, que ahora, en las aguas del río Suquía, descansa en paz, el ojo del tuerto.